En busca del seno perdido en tiempos de suecas

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     Las notas del éxito en PREU habían sido publica­das en el semanario El Adarve de Priego, anunciando nuestra cualidad de nuevos universitarios, y la noti­cia habilitaba una ampliación de la libertad, hasta entonces escasamente significativa.
 Chuchuruli, el Borsagahijo de un boticario con el que estudiaba en veranos de calabazas— y yo, bajo el auspicio económico de Chuchuruli, volvimos a coger nuestras mochilas para recorrer andando o en autostop las costas granadina y malagueña. Chu­churuli decía que estaba repleta de rubias hermosas que fornicaban a destajo con los españoles hambrientos, y las mochilas las llenamos de botellas de vino de los pagos de Montilla–Moriles para allanar los caminos del desconocido amor, que se nos anto­jaban difíciles y pedregosos. Nunca jamás habíamos acariciado tafanario femenino y la ocasión había que aprovecharla. 
El coche de color grafito rodaba suave y a gran velocidad bajo las expertas manos del chófer de la casa de Chuchuruli. Aunque estaba casado, una vez nos llevó a retozar a un lupanar de la localidad de Lucena y le recordábamos el fracaso de aquella aven­tura. La mujer que hacía los servicios, con secuelas en la cara de una antigua varicela y unas formas que rezumaban sexo puro, no atendió nuestros requeri­mientos por estar con la menstruación. Antes de ob­servar las secuelas de la varicela ya se había pro­ducido un rechazo en mí, cuando advertí colgado de su garganta, con una robusta cadena y reposando placi­damente entre sus hermosos senos, un magnífico medallón de oro macizo con el relieve enaltecido del Sagrado Corazón de Jesús. Borsaga, Chuchuruli y el chófer no hacían caso a las negativas de la señora e insistían, pero yo —que me habían educado los milita­res— sí me sentí abocado al castigo eterno y disentí de sus insistencias; debían de ser los militares más efec­tivos en la educación Nacional-Católica que los pro­pios curas que educaron en los internados a mis dos amigos.
El chófer, tras prometer llevarnos a otro lupanar de Jaén más elegante que el de Lucena, arrancó el coche para re­gresar a Priego y nos dejó en el pueblo de Motril.

La mañana estaba con todo su esplendor en el zenit y prometía ser amable con el caminante; la temperatura era suave y no nos haría sudar dema­siado. Comenzamos a caminar hacia el oeste por una carretera asfaltada y estrecha que, salteando acanti­lados y a pie de bosque, va describiendo las calas, cabos y golfos que el mar esculpe sobre el litoral. Cuando subíamos las cuestas, el cansancio delataba nuestra falta de preparación física para una caminata de no menos de treinta kilómetros. Cuando bajábamos hacia las calas aisladas y solitarias de arena y piedras heñidas por el juego de las olas y pavorosamente os­curas, que contrastaban con el azul verdoso de las ondas del mar, nos llegaban al cerebro sensacio­nales reflejos del sol del otoño, y la placidez del es­pectáculo nos permitía recuperar el ánimo para su­perar la siguiente dificultad. Apenas hablábamos, el paisaje ya lo hacía por nosotros, y el escenario que brindaba la naturaleza era suficiente para compensar nuestro agotamiento.
Más tarde, cuando anochecía, orientados por un anuncio de camping con aspecto de rótulo des­heredado, tomamos un sendero que bajaba hacia la playa de la Herradura, el más amplio de cuantos pa­rajes habíamos atravesado, y reservamos espacio para nuestra tienda de campaña. El encargado no quiso cobrar, porque decía que éramos sus primeros clien­tes y Chuchuruli se alegró. Mientras Borsaga y yo montábamos la tienda para pernoctar, Chuchuruli advirtió la entrada de un coche y nuestras miradas se centraron sobre los recién llega­dos campistas, que resultaron ser tres ninfas jóvenes, rubias y robustas; parecían de origen teutón, las que transportaban la mentalidad hispánica al seno del averno. Las imágenes de propaganda que había visto en las viejas revistas Signal del ejér­cito alemán mientras liaba los cigarros a mi tío Ale­jandro, se volcaban una tras otra en mi imaginación sin poder evitar la comparación con la realidad que estábamos disfrutando; nunca antes había estado tan cerca de mujeres tan exuberantes y sanas, de pechos abundantes y dentadura de anuncio. En especial, sus ojos de esmeraldas nos hacían pensar que pudiéra­mos alcanzar lo más profundo del azabache de aque­llos tesoros que los dadivosos dioses ponían en nuestro camino de espinas hacia Málaga.
Quedamos tan impresionados que lo primero que hizo Chuchuruli fue sacar de la mochila el vino de Moriles-Montilla; El Borsaga montó la tienda de las muchachas; y, como desconocíamos el idioma, para practicar los inevitables preludios del amor, me hice de un bloc de notas y de un lápiz. Con mímica y pictogramas, pu­dimos alcanzar las risas y, mientras caían las botellas de vino, nos fuimos dando cuenta de que el robledal de las chicas permanecía entero y erecto, mientras que nuestra débil y cimbreante alameda repleta de hortalizas, se doblegaba en la dirección que ellas de­seaban: hoy amistad y compañerismo, mañana ya ve­remos…
Por la mañana temprano, al levantarnos, en­contramos clavada en la lona de nuestra tienda de cam­paña una cuartilla con un dibujo del demonio al que unas hadas decían adiós y, de este modo, el azabache pasó a degradada turba. El silencio de las ausencias volvió sobre las heñidas y negruzcas piedras de aquel rincón de la Herradura, y junto con todos los cachiva­ches desplegados, recogimos las desilusiones conse­guidas y cerramos las mochilas que parecían pesar toneladas.

La carretera hacía tiempo que dejó de ser­pentear a pie de bosque y ahora llaneaba entre espe­sos cañaverales a orillas del mar; la luz se había escla­recido y el horizonte, salpicado de botes de pesca abandonados, tenía más amplitud. Según los mapas, nos indicaba la cercanía de la cueva de Nerja, recientemente habilitada para el turismo y donde verdaderamente comenzaba la Costa del Sol. La Axar­quía, con sus blanquecinos pueblos colgados de orondos montes y, en ocasiones, de escarpados reco­vecos, tantas veces recorridos por la Guardia Civil en busca de la gente del maquis para masacrarla, se ex­pandía a nuestra derecha moteada de cortijillos em­parrados, donde colgaban a secar los pulpos u obte­nían los vinos de la comarca. Fue in­olvidable contemplar la mar, paladeando el caldo que el cortijero servía de su propia bodega, bajo la caricia de la brisa y del recuerdo de aquellas esmeraldas vivas e inalcanzables con las que tuvimos el placer de compartir sólo unas copas.
Eran ya muchas las ampollas que arrastraban los pies, mucha la turba que llenaba la mochila, Chuchuruli, cada vez que contaba, contaba menos billetes de cien pesetas sin estrenar que su abuelo le había proporcionado para la ocasión, y comenzamos el regreso a casa con los últimos recursos de que dis­poníamos.

El autobús que hacía parada en la estación de trenes de Málaga no venía repleto de gente, pero algu­nos viajeros lo hacían de pie. Nosotros en­contramos acomodo en los asientos traseros y viajá­bamos juntos. En uno de los pueblos subió una pa­reja, que me pareció de chicas, tocadas con sombre­ros de paja de amplias alas deshilachadas y pantalo­nes vaqueros muy ajustados, mugrientos y resaltados de remiendos; una de ellas, de esplendorosa melena pelirroja, acentuaba la exhuberancia de sus for­mas con un remiendo especialmente destacado y, no sé por qué, le dije a Borsaga: «voy a ver a la peli­rroja». Disimuladamente me fui acercando hacia ella, que contemplaba los barcos atracados en el muelle del puerto. Cuando comencé a percibir el olor pene­trante y ácido de su cuerpo, ella, notando mi presen­cia se giró y unas barbas descuidadas y pelirrojas ro­zaron mi nariz. Sobresaltado por la decepción, también me giré y, simulando que bajaría en la próxima parada, me agarré a la barra del techo para recuperarme del nuevo desengaño. Chuchuruli y Borsaga no pudieron contener las risas, y el primero exclamó:
            —El que fue a por lana salió trasquilado.
            Y el rojo de mis mejillas quedó confundido con el color del pelo de aquel hippie que simulaba ser Búfalo Bill.

El tren que nos debía llevar a la ciudad de Ca­bra hacía rato que nos asfixiaba con sus humos, los ojos protestaban derramando lágrimas para compen­sar la irritación, y alguien, para aliviar la asfixia, abrió una ventana. La humareda almacenada en el túnel se adueñó de todo el vagón y Chuchuruli, entre estor­nudos y lamentos, se lanzó sobre ella para cerrarla, pero algo extraño debió de ver, pues cuando la al­canzó se quedó asomado a ella. Pensando que algo le sucedía, me fui hacia la ventana con ánimo de res­catarle, como él hiciera conmigo en otra ocasión en la que mi rodilla quedó clavada en la estalagmita de una cueva de la Cubé. Entonces comprendí que no me necesi­taba; esperaba la llegada de un pozo de luz para ali­viar la fatiga que le atosigaba y llamé a Borsaga para que él también pudiera dar un respiro a sus pulmo­nes. Un momento después, un aire menos contami­nado penetró en el compartimento aliviando los pa­decimientos, pero nadie se percató del paisaje que el pozo de luz  alumbró. La balconada que recorríamos se enfrentaba a un paredón rocoso y gris, inalcanza­ble en su profundidad y, por su altura, no dejaba ver el azul del cielo. Sin embargo lo que más nos sorprendió fue el camino horadado en la roca. Viendo que nos alcanzaban las tinieblas de otro túnel, cerramos apresuradamente la ventana para preservar la poca pureza del aire que se había conseguido. 
Un viajero con pajarita de lunares abrochada al cuello y gafas de alambre, que me recordó a Lorca, había observado nuestra admiración por aquel lugar y nos aclaró:
            —El paraje que atravesamos es un desfiladero, lla­mado Los Gaitanes, horadado por el río Guadalhorce; tiene tres o cuatro kilómetros de longitud y una profundidad superior a cuatrocientos metros; en al­gún tramo, la anchura no llega a la docena. El reco­rrido es paralelo al del tren. Como han podido ver, en la pared de enfrente construyeron un estrecho ca­mino colgante, en el año 1921, para que Alfonso XIII lo paseara. Este paraje del Chorro, aún hoy, se utiliza para reservar agua y producir energía eléctrica.
            Borsaga, antes de que el señor concluyera su alocu­ción, preguntó:
            —¿Se puede pasear por el caminito del rey?
            El señor asintió con un movimiento de cabeza:
            —Con cuidado, porque encierra mucho peligro.

            El tren chirriaba para detenerse en la estación de Cabra y el señor de la pajarita también cogió su equi­paje para apearse. Dijo llamarse Tomás y ser pariente de don Juan Varela — político, diplomático y escritor de esta ciudad—. A don Tomás, como a nosotros, se le habían escuchado los borborigmos en más de una oca­sión y, mientras se despedía, nos anunció que lo primero que haría sería almorzar un pollo en salsa de nueces que le había preparado su familia, y cuya re­ceta había sido entresacada de los libros de su pa­riente, y le contesté: «pollo a la Juanita la Larga». Sonrió y, con parsimonia, se perdió entre las calle­juelas de la ciudad; el manjar que anunció apacigua­ría el borborigmo de su ayuno mientras que los gru­ñidos de nuestras tripas se conformaron con unas cuantas allozas de la Fuente del Río, que fue lo único que tomamos mientras esperábamos al coche color grafito que vendría desde Priego para recogernos.

            Desparramados en los asientos por los cansancios de las caminatas, mugrientos por el hollín y abruma­dos por no haber conseguido el vellocino de azaba­che, bajo el interrogatorio del chófer volvimos a la realidad pétrea del diario y comenzamos un nuevo rumbo en nuestras vidas, donde las disciplinas im­puestas hasta ahora tomarían otros derroteros en la universidad; al menos así lo esperábamos. El chófer nos observaba por el espejo retrovisor y decidió no arrancar:
            —Bajaos, que vamos a tomar algo en ese quiosco.
            Tan abatidos nos vio que se prestó a animarnos un poco.
            Desde el mostrador del quiosco del parque, unas muchachas obser­vaban el desembarco que hacíamos desde el reluciente auto y, cuando el chófer hubo pedido boquerones fritos con unas cervezas, la más ru­bia, alta y esbelta de las chicas me dijo:
            —¿De dónde sois?
            Miré a mis amigos y, un poco perturbado por la pregunta, contesté:
            —De Priego.
            —Pronto será su Feria Real —apuntó.
            Otra vez refulgieron los destellos esmeralda y, con la mirada, busqué la complicidad de Chuchuruli y Borsaga para entrar de nuevo en combate: 
            —Os invitamos a pasar con nosotros el segundo día de Feria…
            «Cuando el baile en la caseta ya toma aires de feria y el azabache del íntimo tesoro pudiera alcanzarse».

Aquel día de septiembre, el planeta Tierra, con su cíclica timidez, escapaba de las estrellas fuga­ces de las Perseidas y, como él, yo tuve que di­luirme en el fragor del jolgorio de la feria para escapar apocado por la vergüenza de no poder atender a las bonitas egabrenses que nos andaban buscando: mis amigos traicionaron el compromiso expresado ante la peluquera y sus amigas; se fueron a bailar con sus respectivas novias —hijas de ingeniero y de ganadero de bravíos toros; el franquismo no permitía la mescolanza de clases— y, una vez más, el firmamento de ilusiones azabaches se degradó en el manto de la perpetua turbación sexual que condiciona la existencia.






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