Había descifrado el lenguaje
críptico con que Julia le comentaba a su amiga Angelita los secretos del sexo
de su novio, que descubrió en un día de cine en el Teatro Principal mientras
simulaban ver la película El canto del
Gallo. Entendí que, en ella, un cura había cometido un sacrilegio y, por
esta razón, los censores de Acción Católica la clasificaron de «3r», para
mayores con reparo. Era el máximo exponente que utilizaba el
Nacional-Catolicismo para indicar la maldad, y mi pueblo estaba escandalizado.
Me fui a comprobar el rumor a la farmacia del monárquico y miope don Eusebio,
donde en una cartulina se informaba de la censura y la sinopsis de las
películas en cartel. Era cierto lo que decían, por lo que un deseo irrefrenable
y morboso me impulsó a ir al cine, ya tarde, cuando creí que el No-Do y el
tráiler lo habían pasado; condición para que un antiguo aprendiz de mi abuelo
Eulogio, que ejercía de portero, me dejase colar. Empujé la puerta de entrada y
me acomodé con sigilo en una butaca del anfiteatro. A mi derecha estaban
sentadas unas niñas amigas de Fafalete y Jesusico, y una de ellas, Clarita, se
cambió de sitio para sentarse a mi lado; la miré a los ojos y me gustaron. Era
rubita, la cara muy proporcionada y los ojos grandes, claros y achinados.
Cuando la película estaba terminando y las letras corrían
por la pantalla como escondiéndose para evitar la vergüenza del escándalo que
produjo la trama, sobre mi conciencia se acentuó el temor que el capellán ya
había inculcado acerca del dudoso perdón que podían tener los pecados de
sacrilegio; pero no me importó. Y fue cuando ella, como en un sobresalto, me
dio un beso en la mejilla. La oscuridad ocultó el sonrojo de nuestras caras y a
mi mente acudió el recuerdo del espantapájaros que, tiempo atrás, apareció por
el arenal de Madrid, justo en el instante en que Isabelita nos mostraba las
filigranas de sus blancas braguitas. El sentimiento que me afloró fue aún más
fuerte que el de aquel día y, sin saber por qué, y a pesar del placer que me
dio, le dije:
—¡Puta!
Ella se levantó y, corriendo a la vez que sollozaba,
salió de local. Muy nervioso y confuso, pensaba: «si las niñas juegan con
nosotros, los mayores las llaman “macho pingo”, y si las ven entretenerse con
niños distintos, “putas”». Para los besos aún no sabia cómo actuar y
desafortunadamente dije lo que dije.
Mientras caminaba para la casa, imbuido en esta
reflexión, la vergüenza se fue apoderando de mi estado de ánimo. Cuando llegué
ante el portón, sentí jaleo en el interior; las luces del portal y de la salita
estaban encendidas y, extrañado, empujé la puerta para abrirla.
Me quedé petrificado. No sabía dónde esconderme. Clarita,
de la mano de su abuelo y vestida de negro, lloraba toda compungida y secaba
con un pañuelo las lágrimas que derramaban sus ojos achinados. Tan pronto me
puse al alcance de mi abuelo Eulogio, éste me cogió del brazo y me arreó un
azote en el trasero:
—¡Me cago en cristo el negro! A las niñas no se les dice
puta. Ahora mismo le pides perdón y te vas para la cama sin cenar.
Mi madre, con el rostro descompuesto y una mirada
censurante, me indicó con la mano que subiera las escaleras. El tío Nicasio
quiso quitar importancia a lo que sucedía y se disculpó por mí:
—El niño no sabe bien lo que significa puta, disculpadle.
Migue, sube para el cuarto que ahora irá tu madre.
Sin llorar, pasé por delante de Clarita y subí, de dos en
dos, los escalones. Lo que había sucedido me pareció humillante y la vergüenza
que traía se reconvirtió en rabia.
Las enormes columnas de piedra caliza, que los canteros
habían tallado y pulido con agua y asperón, ya estaban en pie para enaltecer la
fachada principal del nuevo Ayuntamiento de los fascistas. Los sabañones de los
canteros habían reventado y los de mi madre estaban a punto. El frío envolvía
al pueblo y la acera helada de la
Carrera de las Monjas enviaba a los incautos para el doctor
Aguilera, que les cobraba las escayolas sin piedad. Las Navidades habían pasado
y las zambombas, de cuerpo de tinaja, piel de conejo y carrizo de los
cañaverales de la Cubé ,
las estaban guardando. En el semanario El
Adarve del licenciado en letras, más conocido por el Cacerolo, se anunciaba la apertura del plazo de
inscripción para los exámenes de ingreso en el nuevo Instituto Laboral y, una
vez más, el gélido ambiente congeló la justa y necesaria esperanza de que la
gente sencilla pudiera estudiar en su pueblo una enseñanza secundaría para
posibilitar el acceso a la
Universidad sin adjetivos.
Admiraba a mi tío Alejandro Núlez, aunque me llamara Mameluco de vez en cuando. Yo
le quería y algunas tardes me iba con él para hacerle compañía. Me gustaba ver
las enormes librerías repletas de libros de segunda mano y, sobre todo, los
descomunales periódicos encuadernados que, cuando los leía, ocupaban por
completo la mesa del comedor que utilizaba para todo uso, incluso de despacho.
Una tarde, cuando le liaba los seis cigarros de tabaco que fumaba en la noche
tardía, pegando filo con filo los exremos del papel de arroz, llamaron al
timbre de la casa y me levanté para abrir. En el portón había dos monjas de
hábito negro, con tocas inmaculadamente blancas y almidonadas, y un señor bajo
con traje oscuro y corbata negra que, por la verruga de su mejilla y su
exuberante papada, lo identifiqué como el Cacerolo. Volví a la sala corriendo y
le expliqué a mi tío quiénes eran. Sin dejar de leer el volumen del periódico
Imparcial, me dijo:
—A las “señoras” les dices que se vayan, que no tenemos
dineros, y a don Antón, que pase y le acompañas hasta aquí.
Cuando transmití lo que me había dicho, las señoras
salieron espantadas del portón santiguándose, y el señor disimuló sus
quebrantos por lo que había oído, mirando los magníficos azulejos a la cuerda
que, con sus arabescos de encontrados reflejos, cubrían el zócalo del portón.
Pasó al portal, después de dar las gracias. Y mientras yo cerraba la pesada
puerta de nogal, les oí decir:
—Don Alejandro, ¿se puede?
—¡Pasa, Antón, y siéntate al brasero que la tarde está
desapacible! —Tomó un poco de alhucema y lo desparramó sobre el brasero de
picón, y el aroma disipó el olor del tabaco de cuarterón que ya se había
fumado. Llamó entonces a Cande para que le trajera a don Antón un café solo,
sin leche y yo me senté de nuevo para seguir con la tarea de liar cigarros. Mi
tío dejó de leer el Imparcial y, pasando la mano por su reluciente calvicie,
después de sonarse la nariz, le preguntó— ¿qué tal van las cosas?
—Bien —contestó y fue al asunto con gran entusiasmo—.
Hemos creado un patronato para financiar parte de la compra del palacio de José
Castilla, y he puesto de mi bolsillo cincuenta mil duros; ubicaremos en él el
ansiado Instituto de segunda enseñanza que tanta falta le hace a Priego. Se
llamará: Fernando III, El Santo...
Al decir esto, le interrumpió mi tío, que veía que otra
vez intentaban involucrarlo en cuestiones que no beneficiaban por completo al
pueblo:
—Antón, con ocasión del curso cultural que queréis
organizar, ya te dije que sólo colaboraré en tu semanario como crítico teatral,
bajo mi pseudónimo de Fray Liberto, y que no daría conferencia alguna junto a
gente como Chavarri, que elogia con sentidas frases al general Petain o a
Valverde, quien no deja de ser un segundón de Cruz Conde y de los dictadores de
este país, y que ha hecho cosas que hasta en el Senegal escandalizarían. Y ni
siquiera con el respetable monárquico, Rector de la Universidad de Sevilla,
Señor Candil con quien, en mi juventud, debatí asuntos de transcendencia
jurídica...
Don Antón, que veía como se le escapaba un donante, le
cortó, intentando aclarar:
—Alejandro, no. No es eso. Lo que quiero contarte es lo
del Instituto, en la calle Río...
Mi tío le interrumpió de nuevo y volvió a la carga:
—Sí, he leído en El
Adarve que le vais a comprar por dos millones de pesetas la casa al cacique
de Castilla. Una casa que no reúne las condiciones necesarias para un
instituto. Con todo ese dinero se edifica uno nuevo en la calle Haza Luna y de
segunda enseñanza de verdad, no laboral como pretendéis. Es que en este pueblo
ni las oligarquías han podido estudiar. No han dado una en el clavo. Escucha lo
que te voy a leer; por resumir lo que ha pasado hasta 1787 que es cuando se
creó el colegio de las Educandas —y volviendo la vista hacia el volumen del
Imparcial, leyó:— «La villa de Priego corrió por siglos con escuelas de
primeras letras, las que se erguían con sólo el permiso de sus respectivos
diocesanos, registrándose en una época dos, en otras tres y en otras una. Más
sin recibir gratificación ni otro estipendio de fondo alguno». Y por añadir
algo más: desde 1826 las oligarquías andáis a la gresca por un poder que no
sabéis ni gestionar. Primero entre liberales y absolutistas; después, entre
moderados y progresistas y, hasta hace bien poco, entre valverdistas y
nicetistas. Durante todo este tiempo tuvisteis dos o tres escuelas con una
dotación de 3.000 reales, y ninguna de ellas en las aldeas. Mudasteis sus
sillas y mesas por todos los locales malolientes que os sobraban de vuestros
propósitos, cuando ya teníais autorizadas, por el Reglamento General de
Escuelas de 1825, nueve escuelas que yo recuerde, con una dotación de 20.300
reales. Y, para colmo, en 1939, Franco os quita el juguete de gobernar y regala
un millón de muertos. Ya sólo os quedan las cofradías para seguir con vuestra gresca.
Que sepas que lamento mucho esta situación en la que vivimos. —Dio otra calada
al cigarro y se envolvió en el aroma que tanto le encantaba, para continuar
diciendo—, y si bien los republícanos os metieron a la Guardia Civil en la casa
de campo que hicisteis para escuela, vosotros consentisteis que se pagara...
Mejor, escucha lo que ya pasaba aquí en 1836 —lo que leía esta tarde en el
Imparcial, le venía que ni al pelo—, «...con los diezmos que pagan los vecinos
de Priego se están sosteniendo las lujosas Escuelas Pías de Montilla, por un
manejo de los jesuitas a cuyo cargo corrían». —Don Antón callaba y sorbía
lentamente el café. Con su silencio le volvió a otorgar la palabra, por lo que
don Alejandro continuó hablando, aunque con menor ánimo—. Por otro lado, está
lo poco que hizo la
República por Priego, y me refiero a la extensión del
Instituto que estuvo funcionando con dependencia de Cabra, y a la Escuela de Artes y Oficios
que, cuando comenzaban a dar fruto, desaparecieron. Y eso ¿porqué? En la actualidad
¿qué? La Falange metida en los locales que la República hizo para
escuelas en el Palenque. En fin, qué voy a decir que tú no sepas. Pasan pocos
trenes por Priego y no se aprovechan. Y éste que hoy para aquí, siendo un
Instituto Laboral, no dejará de ser otro juguete para manipular las ilusiones
de la ciudadanía. Son sólo bambalinas de un escenario barato y en decadencia.
Don Antón, que miraba fijamente las densas volutas del
azulino humo del cigarro, no pudo pedir su colaboración para la causa del Instituto
Laboral y optó por cambiar de conversación. Miró hacia mí que, imitando a mi
tío, tenía un libro abierto de la historia de Grecia y me deleitaba con la
estampa del Gran Pericles con su casco de combate puesto:
—¿De quién es este niño tan aplicado?
Rápidamente, mi tío le respondió:
—De mi sobrina Rocío. Hace ya tiempo que se vinieron de
Madrid; falleció su padre.
—¿Y qué estudia? —volvió a preguntar.
Mi tío dejó de leer, aunque podía hacerlo sin dejar de
hablar de otra cosa, y se quedó pensativo, mirándome fijamente. Tras un
instante de silencio y expulsando humo hasta por las orejas, con una amarga
sonrisa en los labios, dijo:
—Ese mameluco que sólo mira las estampas de los libros
está preparando el ingreso a ese magnífico Instituto de cartón piedra y,
posiblemente, cuando haya vacante se irá interno a los colegios que tiene el
Patronato de Huérfanos de Oficiales del Ejército en Madrid. Así es que repetirá
el año o los años de bachiller que haga en el Instituto Laboral. Con suerte, le
convalidarán el ingreso. Pero allí, al menos, podrá estudiar la carrera que le
guste. —Volvió a chupar el cigarro y, mientras lo depositaba en el cenicero,
balbució—, desde la metafísica de las cosas y por lo que hemos hablado, allá o
acá, qué importa dónde, intuyo y lamento que, para este niño, Franco será su
padre. —Con el pañuelo limpió sus ojos exhaustos de tanto leer. Los cuidaba con
delicado esmero; con manzanilla templada los lavaba todas las mañanas, porque
por ellos vivía. Yo sabía que las tardías visitas del Cacerolo se prolongaban
hasta altas horas de la madrugada y era ya casi la hora de cenar. Cuando me
levanté para despedirme, pasé por detrás del sillón en el que mi tío vivía
sentado y, a la vez que rocé la mano por la calvicie, besé la coronilla. Él se
arrellanó en el sillón—. ¡Mameluco, no olvides que mañana por la tarde tenemos
que escribir una carta!
Don Antón apartaba el humo, abanicando con la mano el
entorno de su nariz. Meditaba sobre el tiempo anunciado que yo iba a perder en
su flamante Instituto Laboral, y se inquietaba por las sarcásticas críticas que
Fray Liberto pudiera hacer en su semanario sobre el teatro, la literatura o la
política.
En la esquina de la calle jugaban al burro Jiménez,
Paulinito, Chuchuruli, el Rubio y algunos más. En la calle Morales, las niñas
haciendo corro, a la vez que jugaban a la comba, cantaban la canción de «el
cochecito leré, me dijo anoche leré, que si quería leré, montar en coche leré…»
Pensando que ellas no podrían ir al Instituto Laboral, porque era sólo
masculino, salté y, a horcajadas, caí sobre la espalda de Jiménez sin tocar con
los píes en el suelo, quien tenía la cabeza apoyada en el vientre de Chuchuruli
que hacía de madre.
La reacción no se hizo esperar; me había saltado el orden
del juego y el Rubio se vengó porque le ganara las chapas en días anteriores,
dándome un puñetazo en la cara; otro niño, un puntapié en el costado, y un
tercero acertó en el otro costado. Jiménez y Chuchuruli me ayudaron a ponerme
de pie y me regañaron:
—¡Eres tonto!, ¿por qué te has saltado el turno, eh?
No contesté y me senté en el bordillo de la acera con el
pecho dolorido. Los agresores se habían ido corriendo y Paulinito me dijo:
—¿De dónde vienes?
—De casa de mi tío, que me ha dicho que iré al Instituto
Laboral si apruebo el ingreso.
—Nosotros también iremos —respondieron a la vez Jiménez y
Paulinito.
Chuchuruli se distanció por lo que decíamos y, con tono
apenado, aclaró que se iría al internado del colegio de San José de Calasanz en
Madrid. Los dolores del pecho habían disminuido y lo que escuchaba me consoló.
Al menos, tendría a mi amigo en Madrid para cuando yo fuera para allá: sólo que
lo del colegio de huérfanos sonaba a hospicio y no me gustaba.
Carmencita, la que me daba los hojaldres cuando merendaba
Chuchuruli en la escuela, asomó su frágil figura por el postigo y ordenó a su
señorito —al que en realidad trataba como a un hijo—, que se entrara ya.
Jiménez se fue para el Paseíllo y Paulinito, asiendo el aro, me acompañó hasta
casa.
Don Alfredo tenía, por metodología, ordenar a los alumnos
de la clase según sus conocimientos, y colocaba en la fila de bancas
unipersonales a los más destacados. Yo estaba detrás de Carrillo, que hacía el
quinto.
Una mañana de febrero, cuando todavía los cabellos se
hacen chupones de hielo al salir a la calle y los sabañones pican hasta doler,
el Lápiz terminó de corregir nuestras tareas y, cabizbajo, de pie ante su
bufete, nos fue mirando uno a uno. La expresión de su cara era distinta a la de
cualquier otro día y su silencio advirtió despedida. Levantó la cabeza, estiró
su cuerpo, que lo tenía apoyado sobre la mesa y, con trémula voz, lo confirmó:
—Os he enseñado todo cuanto necesitáis para abordar
estudios de mayor enjundia. Conocéis las principales reglas de cálculo, la
geografía de España y sus más destacados hechos históricos. También, las reglas
gramaticales, la historia sagrada y el catecismo del padre Ripalda. Algunos de
vosotros, los que por la tarde habéis estado perfeccionando estos conocimientos
y os habéis inscrito para las pruebas de ingreso en el nuevo Instituto, estáis
ya preparados para ello. En el dictado no podréis tener ninguna falta de
ortografía; en los cálculos ningún error, y cuando señaléis sobre el mapa mudo
las provincias, la respuesta deberá ser exacta. Las pruebas que tendréis que
superar se realizarán el próximo nueve de febrero, y el Instituto abrirá sus
puertas, con carácter provisional, en los pestilentes locales de la Escuela
Textil de la calle Conde de Superunda. Por tanto, los días que quedan los
dedicaremos a descansar. No habrá clase por la tarde. La clase ha terminado.
Podéis salir.
Conforme salíamos por la puerta del aula, don Alfredo nos
fue dando la mano, como a hombres, y con el mismo tono que pronunció la
alocución, nos fue deseando suerte. Estaba emocionado y la humedad rebosaba en
sus ojos. Nosotros no teníamos conciencia de que se cerraba una puerta de
nuestras vidas y de que otra se abría, y los gritos y las carreras retumbaron
por pasillos y retretes.
El nueve de febrero me levantaron temprano, me vistieron
con la ropa nueva y mi tía Cande me peinó con especial cariño. Esa noche yo
había soñado con extrañas bolas de luces que aumentaban y disminuían de tamaño
al ritmo que mi corazón palpitaba. A veces, creía que me engullían y despertaba
con un dolor intenso en el pecho. Cande me notó desanimado y, para estimularme,
dijo:
—Tengo una sorpresa: el tío Alejandro me ha dado esto
para ti. —Y sacó del bolsillo del delantal una pluma estilográfica negra, de
esas que los Registradores de la Propiedad utilizan cuando rubrican documentos.
No podía creer que mi tío Alejandro me regalara su pluma para que escribiera en
el examen que iba a realizar. Me olvidé del dolor en el pecho y enseguida
desenrosqué el capuchón, dejando al descubierto un plumín de reluciente oro,
mucho mejor que el que me había regalado Chuchuruli.
Llegué a la escuela y entré en el aula de Cochinico en
Pie, donde aguardaba el tribunal examinador. Me acomodaron en un pupitre junto
a la pared y, cuando los restantes niños terminaron de sentarse, un señor
bajito y regordete, de nariz aquilina y ojos claros, cerró la puerta del aula.
La ilusión que traía se fue esfumando al compás acelerado
en que los desconocidos profesores tomaban asiento en sus poltronas. El de más
edad y pelo blanco tomó la palabra y comenzó el dictado. La pluma no escribía
al ritmo que yo deseaba, y volvieron los dolores del pecho. Las siguientes
pruebas las realicé con el deseo de que terminaran cuanto antes, porque un nudo
en el estómago me indicaba que no estaba a la altura de la pluma que utilizaba.
Al terminar las pruebas, en la puerta me esperaban Paulinito, Jiménez y otros
más que no conocía:
—¿Qué tal te ha ido?
Mi repuesta fue un mohín de desánimo, por lo que Jiménez
me alentó:
—Ya verás como aprobamos todos.
Así fue, aunque sólo Paulinito obtuvo el sobresaliente
que todos deseábamos.
Como en todas las mañanas del año, la tradición textil de
Priego, en forma de bandadas de mujeres, recorría las calles al amanecer,
mientras los maridos ahogaban la pesadumbre del desempleo en los rescoldos del
tálamo, a la espera de la recolección de la aceituna. En estas rutinas, ellas
difundían y comentaban las incidencias de los días, incluso las peripecias de
los maridos en los juegos de cama. Unas veces se las veía reír y otras
blasfemar; cuando no, llorar. Ya en las fábricas, trabajaban doce horas sin
tregua, en una atmósfera contaminada por el polvo de las fibras, ensordecidas
hasta el aturdimiento por el ruido que producía el traqueteo de los husos.
Algunas se orinaban al pie del telar.
El 15 de febrero, con las espesas y grises nubes aún
durmiendo sobre las cumbres heladas de la Tiñosa , los cuchicheos de las bandadas de las
trabajadoras se centraron sobre el Instituto que, al mediodía, iba a inaugurar
el Gobernador Civil. La alegría que manifestaban por el suceso se torció en
lamento, cuando una muchacha joven, procedente de la aldea del Castellar,
anunció que un hombre de edad madura se había ahorcado en un olivo en el paraje
de las Rentas, a causa de su soledad.
Llegado el mediodía, también en bandada, todas las
autoridades locales —a excepción del tan esperado Gobernador Civil, que
incumplió su compromiso— recorrieron las calles principales del pueblo,
hieráticas, circunspectas, con chaquetas blancas, repletas de bandas y
condecoraciones, y ajenas todas ellas a los dramas ciudadanos del amanecer. A
las puertas del palacio de don José Castilla, la comitiva se dividió en dos,
para ascender por cada uno de los tramos laterales de escalera que daba acceso
a la magnífica puerta principal. Por un lado, subieron los mandatarios del
Régimen: el Alcalde, con aspecto de zar y que, con su flamante medalla de
caballero de la Orden de Cisneros y el bastón de mando, más bien parecía
dirigir una banda de música de tanto como gesticulaba. Tras él, su delfín,
bajito y de pelo moreno y rizado que, como buen bufón, se ocupaba de la
Comisión de Ferias y Fiestas. Por el otro tramo, lo hicieron los directores de
los tres institutos laborales existentes en la provincia y, el más orgulloso,
era el nuevo profesor de Matemáticas, que ya había anunciado en el semanario El
Adarve su disponibilidad para dar clases particulares. Cuando terminaron con
los comentarios y admiraciones sobre las escalinatas de mármol, las cortinas de
terciopelo rojo y el patio de quinientos metros cuadrados donde se izarían las
tres banderas del Régimen, subieron al suntuoso comedor, que hacía las veces de
salón de actos, y al comenzar los intercambios de elogios en los discursos
grandilocuentes, ya estábamos aterrados por tanta parafernalia. Paulinito y
Jiménez se arrebujaban contra mí y yo contra ellos, y nos mirábamos atónitos
por lo que se oía. Con cada uno que intervenía nuestro pavor aumentaba. El más
antiguo de los directores terminó diciendo:
—¡Formaremos buenos vasallos para servir al mejor señor,
el Caudillo!
El Director de Priego, superó en gloría al de Puente
Genil:
—¡Se formará a los muchachos a fin de que sean de Dios y
salven a España! —y terminó gritando con el brazo en alto—, ¡Viva Franco!
¡Arriba España!
El poeta pontanense, Alcalde de Priego, enaltecido por el
éxito, de pie y gesticulando con el bastón de mando:
—¡Que sepan a la vez rezar y conservar la fortaleza
necesaria para empuñar las armas en defensa de la fe!
Jiménez,
el menos impresionado, nos murmuró:
—¡Aquí nos van a enseñar a guerrear bien! —pensaba en la
Cubé.
Don Gregorio —el nuevo profesor de Matemáticas— que nos
vio cuchichear, nos miró con cara de pocos amigos llevándose el índice a la
boca.
Y el exuberante Alcalde, concluyó su alocución diciendo:
—¡Ya que teníamos un buen señor, El Caudillo, hacía falta
crear unos buenos vasallos que le sirvieran!
Satisfecho, el Párroco, sonreía.
Cerrado el acto, nos dejaron jugar en el patio, mientras
las autoridades tomaban un refrigerio. Habían podado las palmeras y Jiménez fue
el primero que, a modo de jabalina, hizo volar las hojas cortadas por los aires
del recinto. El resto de los compañeros le imitamos y, por fin, tuvimos nuestra
fiesta de inauguración.
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