Capítulo 12: Franco, mi padre


           Había descifrado el lenguaje críptico con que Julia le comentaba a su amiga Angelita los secretos del sexo de su novio, que descubrió en un día de cine en el Teatro Principal mientras simulaban ver la película El canto del Gallo. Entendí que, en ella, un cura había cometido un sacrilegio y, por esta razón, los censores de Acción Católica la clasificaron de «3r», para mayores con reparo. Era el máximo exponente que utilizaba el Nacional-Catolicismo para indicar la maldad, y mi pueblo estaba escandalizado. Me fui a comprobar el rumor a la farmacia del monárquico y miope don Eusebio, donde en una cartulina se informaba de la censura y la sinopsis de las películas en cartel. Era cierto lo que decían, por lo que un deseo irrefrenable y morboso me impulsó a ir al cine, ya tarde, cuando creí que el No-Do y el tráiler lo habían pasado; condición para que un antiguo aprendiz de mi abuelo Eulogio, que ejercía de portero, me dejase colar. Empujé la puerta de entrada y me acomodé con sigilo en una butaca del anfiteatro. A mi derecha estaban sentadas unas niñas amigas de Fafalete y Jesusico, y una de ellas, Clarita, se cambió de sitio para sentarse a mi lado; la miré a los ojos y me gustaron. Era rubita, la cara muy proporcionada y los ojos grandes, claros y achinados.
            Cuando la película estaba terminando y las letras corrían por la pantalla como escondiéndose para evitar la vergüenza del escándalo que produjo la trama, sobre mi conciencia se acentuó el temor que el capellán ya había inculcado acerca del dudoso perdón que podían tener los pecados de sacrilegio; pero no me importó. Y fue cuando ella, como en un sobresalto, me dio un beso en la mejilla. La oscuridad ocultó el sonrojo de nuestras caras y a mi mente acudió el recuerdo del espantapájaros que, tiempo atrás, apareció por el arenal de Madrid, justo en el instante en que Isabelita nos mostraba las filigranas de sus blancas braguitas. El sentimiento que me afloró fue aún más fuerte que el de aquel día y, sin saber por qué, y a pesar del placer que me dio, le dije:
            —¡Puta!
            Ella se levantó y, corriendo a la vez que sollozaba, salió de local. Muy nervioso y confuso, pensaba: «si las niñas juegan con nosotros, los mayores las llaman “macho pingo”, y si las ven entretenerse con niños distintos, “putas”». Para los besos aún no sabia cómo actuar y desafortunadamente dije lo que dije.
            Mientras caminaba para la casa, imbuido en esta reflexión, la vergüenza se fue apoderando de mi estado de ánimo. Cuando llegué ante el portón, sentí jaleo en el interior; las luces del portal y de la salita estaban encendidas y, extrañado, empujé la puerta para abrirla.
            Me quedé petrificado. No sabía dónde esconderme. Clarita, de la mano de su abuelo y vestida de negro, lloraba toda compungida y secaba con un pañuelo las lágrimas que derramaban sus ojos achinados. Tan pronto me puse al alcance de mi abuelo Eulogio, éste me cogió del brazo y me arreó un azote en el trasero:
            —¡Me cago en cristo el negro! A las niñas no se les dice puta. Ahora mismo le pides perdón y te vas para la cama sin cenar.
            Mi madre, con el rostro descompuesto y una mirada censurante, me indicó con la mano que subiera las escaleras. El tío Nicasio quiso quitar importancia a lo que sucedía y se disculpó por mí:
            —El niño no sabe bien lo que significa puta, disculpadle. Migue, sube para el cuarto que ahora irá tu madre.
            Sin llorar, pasé por delante de Clarita y subí, de dos en dos, los escalones. Lo que había sucedido me pareció humillante y la vergüenza que traía se reconvirtió en rabia.
   
            Las enormes columnas de piedra caliza, que los canteros habían tallado y pulido con agua y asperón, ya estaban en pie para enaltecer la fachada principal del nuevo Ayuntamiento de los fascistas. Los sabañones de los canteros habían reventado y los de mi madre estaban a punto. El frío envolvía al pueblo y la acera helada de la Carrera de las Monjas enviaba a los incautos para el doctor Aguilera, que les cobraba las escayolas sin piedad. Las Navidades habían pasado y las zambombas, de cuerpo de tinaja, piel de conejo y carrizo de los cañaverales de la Cubé, las estaban guardando. En el semanario El Adarve del licenciado en letras, más conocido por el Cacerolo, se anunciaba la apertura del plazo de inscripción para los exámenes de ingreso en el nuevo Instituto Laboral y, una vez más, el gélido ambiente congeló la justa y necesaria esperanza de que la gente sencilla pudiera estudiar en su pueblo una enseñanza secundaría para posibilitar el acceso a la Universidad sin adjetivos.
            Admiraba a mi tío Alejandro Núlez, aunque me llamara Mameluco de vez en cuando. Yo le quería y algunas tardes me iba con él para hacerle compañía. Me gustaba ver las enormes librerías repletas de libros de segunda mano y, sobre todo, los descomunales periódicos encuadernados que, cuando los leía, ocupaban por completo la mesa del comedor que utilizaba para todo uso, incluso de despacho. Una tarde, cuando le liaba los seis cigarros de tabaco que fumaba en la noche tardía, pegando filo con filo los exremos del papel de arroz, llamaron al timbre de la casa y me levanté para abrir. En el portón había dos monjas de hábito negro, con tocas inmaculadamente blancas y almidonadas, y un señor bajo con traje oscuro y corbata negra que, por la verruga de su mejilla y su exuberante papada, lo identifiqué como el Cacerolo. Volví a la sala corriendo y le expliqué a mi tío quiénes eran. Sin dejar de leer el volumen del periódico Imparcial, me dijo:
            —A las “señoras” les dices que se vayan, que no tenemos dineros, y a don Antón, que pase y le acompañas hasta aquí.
            Cuando transmití lo que me había dicho, las señoras salieron espantadas del portón santiguándose, y el señor disimuló sus quebrantos por lo que había oído, mirando los magníficos azulejos a la cuerda que, con sus arabescos de encontrados reflejos, cubrían el zócalo del portón. Pasó al portal, después de dar las gracias. Y mientras yo cerraba la pesada puerta de nogal, les oí decir:
            —Don Alejandro, ¿se puede?
            —¡Pasa, Antón, y siéntate al brasero que la tarde está desapacible! —Tomó un poco de alhucema y lo desparramó sobre el brasero de picón, y el aroma disipó el olor del tabaco de cuarterón que ya se había fumado. Llamó entonces a Cande para que le trajera a don Antón un café solo, sin leche y yo me senté de nuevo para seguir con la tarea de liar cigarros. Mi tío dejó de leer el Imparcial y, pasando la mano por su reluciente calvicie, después de sonarse la nariz, le preguntó— ¿qué tal van las cosas?
            —Bien —contestó y fue al asunto con gran entusiasmo—. Hemos creado un patronato para financiar parte de la compra del palacio de José Castilla, y he puesto de mi bolsillo cincuenta mil duros; ubicaremos en él el ansiado Instituto de segunda enseñanza que tanta falta le hace a Priego. Se llamará: Fernando III, El Santo...
            Al decir esto, le interrumpió mi tío, que veía que otra vez intentaban involucrarlo en cuestiones que no beneficiaban por completo al pueblo:
            —Antón, con ocasión del curso cultural que queréis organizar, ya te dije que sólo colaboraré en tu semanario como crítico teatral, bajo mi pseudónimo de Fray Liberto, y que no daría conferencia alguna junto a gente como Chavarri, que elogia con sentidas frases al general Petain o a Valverde, quien no deja de ser un segundón de Cruz Conde y de los dictadores de este país, y que ha hecho cosas que hasta en el Senegal escandalizarían. Y ni siquiera con el respetable monárquico, Rector de la Universidad de Sevilla, Señor Candil con quien, en mi juventud, debatí asuntos de transcendencia jurídica...
            Don Antón, que veía como se le escapaba un donante, le cortó, intentando aclarar:
            —Alejandro, no. No es eso. Lo que quiero contarte es lo del Instituto, en la calle Río...
            Mi tío le interrumpió de nuevo y volvió a la carga:
            —Sí, he leído en El Adarve que le vais a comprar por dos millones de pesetas la casa al cacique de Castilla. Una casa que no reúne las condiciones necesarias para un instituto. Con todo ese dinero se edifica uno nuevo en la calle Haza Luna y de segunda enseñanza de verdad, no laboral como pretendéis. Es que en este pueblo ni las oligarquías han podido estudiar. No han dado una en el clavo. Escucha lo que te voy a leer; por resumir lo que ha pasado hasta 1787 que es cuando se creó el colegio de las Educandas —y volviendo la vista hacia el volumen del Imparcial, leyó:— «La villa de Priego corrió por siglos con escuelas de primeras letras, las que se erguían con sólo el permiso de sus respectivos diocesanos, registrándose en una época dos, en otras tres y en otras una. Más sin recibir gratificación ni otro estipendio de fondo alguno». Y por añadir algo más: desde 1826 las oligarquías andáis a la gresca por un poder que no sabéis ni gestionar. Primero entre liberales y absolutistas; después, entre moderados y progresistas y, hasta hace bien poco, entre valverdistas y nicetistas. Durante todo este tiempo tuvisteis dos o tres escuelas con una dotación de 3.000 reales, y ninguna de ellas en las aldeas. Mudasteis sus sillas y mesas por todos los locales malolientes que os sobraban de vuestros propósitos, cuando ya teníais autorizadas, por el Reglamento General de Escuelas de 1825, nueve escuelas que yo recuerde, con una dotación de 20.300 reales. Y, para colmo, en 1939, Franco os quita el juguete de gobernar y regala un millón de muertos. Ya sólo os quedan las cofradías para seguir con vuestra gresca. Que sepas que lamento mucho esta situación en la que vivimos. —Dio otra calada al cigarro y se envolvió en el aroma que tanto le encantaba, para continuar diciendo—, y si bien los republícanos os metieron a la Guardia Civil en la casa de campo que hicisteis para escuela, vosotros consentisteis que se pagara... Mejor, escucha lo que ya pasaba aquí en 1836 —lo que leía esta tarde en el Imparcial, le venía que ni al pelo—, «...con los diezmos que pagan los vecinos de Priego se están sosteniendo las lujosas Escuelas Pías de Montilla, por un manejo de los jesuitas a cuyo cargo corrían». —Don Antón callaba y sorbía lentamente el café. Con su silencio le volvió a otorgar la palabra, por lo que don Alejandro continuó hablando, aunque con menor ánimo—. Por otro lado, está lo poco que hizo la República por Priego, y me refiero a la extensión del Instituto que estuvo funcionando con dependencia de Cabra, y a la Escuela de Artes y Oficios que, cuando comenzaban a dar fruto, desaparecieron. Y eso ¿porqué? En la actualidad ¿qué? La Falange metida en los locales que la República hizo para escuelas en el Palenque. En fin, qué voy a decir que tú no sepas. Pasan pocos trenes por Priego y no se aprovechan. Y éste que hoy para aquí, siendo un Instituto Laboral, no dejará de ser otro juguete para manipular las ilusiones de la ciudadanía. Son sólo bambalinas de un escenario barato y en decadencia.
            Don Antón, que miraba fijamente las densas volutas del azulino humo del cigarro, no pudo pedir su colaboración para la causa del Instituto Laboral y optó por cambiar de conversación. Miró hacia mí que, imitando a mi tío, tenía un libro abierto de la historia de Grecia y me deleitaba con la estampa del Gran Pericles con su casco de combate puesto:
            —¿De quién es este niño tan aplicado?
            Rápidamente, mi tío le respondió:
            —De mi sobrina Rocío. Hace ya tiempo que se vinieron de Madrid; falleció su padre.
            —¿Y qué estudia? —volvió a preguntar.
            Mi tío dejó de leer, aunque podía hacerlo sin dejar de hablar de otra cosa, y se quedó pensativo, mirándome fijamente. Tras un instante de silencio y expulsando humo hasta por las orejas, con una amarga sonrisa en los labios, dijo:
            —Ese mameluco que sólo mira las estampas de los libros está preparando el ingreso a ese magnífico Instituto de cartón piedra y, posiblemente, cuando haya vacante se irá interno a los colegios que tiene el Patronato de Huérfanos de Oficiales del Ejército en Madrid. Así es que repetirá el año o los años de bachiller que haga en el Instituto Laboral. Con suerte, le convalidarán el ingreso. Pero allí, al menos, podrá estudiar la carrera que le guste. —Volvió a chupar el cigarro y, mientras lo depositaba en el cenicero, balbució—, desde la metafísica de las cosas y por lo que hemos hablado, allá o acá, qué importa dónde, intuyo y lamento que, para este niño, Franco será su padre. —Con el pañuelo limpió sus ojos exhaustos de tanto leer. Los cuidaba con delicado esmero; con manzanilla templada los lavaba todas las mañanas, porque por ellos vivía. Yo sabía que las tardías visitas del Cacerolo se prolongaban hasta altas horas de la madrugada y era ya casi la hora de cenar. Cuando me levanté para despedirme, pasé por detrás del sillón en el que mi tío vivía sentado y, a la vez que rocé la mano por la calvicie, besé la coronilla. Él se arrellanó en el sillón—. ¡Mameluco, no olvides que mañana por la tarde tenemos que escribir una carta!
            Don Antón apartaba el humo, abanicando con la mano el entorno de su nariz. Meditaba sobre el tiempo anunciado que yo iba a perder en su flamante Instituto Laboral, y se inquietaba por las sarcásticas críticas que Fray Liberto pudiera hacer en su semanario sobre el teatro, la literatura o la política.
  
            En la esquina de la calle jugaban al burro Jiménez, Paulinito, Chuchuruli, el Rubio y algunos más. En la calle Morales, las niñas haciendo corro, a la vez que jugaban a la comba, cantaban la canción de «el cochecito leré, me dijo anoche leré, que si quería leré, montar en coche leré…» Pensando que ellas no podrían ir al Instituto Laboral, porque era sólo masculino, salté y, a horcajadas, caí sobre la espalda de Jiménez sin tocar con los píes en el suelo, quien tenía la cabeza apoyada en el vientre de Chuchuruli que hacía de madre.
            La reacción no se hizo esperar; me había saltado el orden del juego y el Rubio se vengó porque le ganara las chapas en días anteriores, dándome un puñetazo en la cara; otro niño, un puntapié en el costado, y un tercero acertó en el otro costado. Jiménez y Chuchuruli me ayudaron a ponerme de pie y me regañaron:
            —¡Eres tonto!, ¿por qué te has saltado el turno, eh?
            No contesté y me senté en el bordillo de la acera con el pecho dolorido. Los agresores se habían ido corriendo y Paulinito me dijo:
            —¿De dónde vienes?
            —De casa de mi tío, que me ha dicho que iré al Instituto Laboral si apruebo el ingreso.
            —Nosotros también iremos —respondieron a la vez Jiménez y Paulinito.
            Chuchuruli se distanció por lo que decíamos y, con tono apenado, aclaró que se iría al internado del colegio de San José de Calasanz en Madrid. Los dolores del pecho habían disminuido y lo que escuchaba me consoló. Al menos, tendría a mi amigo en Madrid para cuando yo fuera para allá: sólo que lo del colegio de huérfanos sonaba a hospicio y no me gustaba.
            Carmencita, la que me daba los hojaldres cuando merendaba Chuchuruli en la escuela, asomó su frágil figura por el postigo y ordenó a su señorito —al que en realidad trataba como a un hijo—, que se entrara ya. Jiménez se fue para el Paseíllo y Paulinito, asiendo el aro, me acompañó hasta casa.
    
            Don Alfredo tenía, por metodología, ordenar a los alumnos de la clase según sus conocimientos, y colocaba en la fila de bancas unipersonales a los más destacados. Yo estaba detrás de Carrillo, que hacía el quinto.
            Una mañana de febrero, cuando todavía los cabellos se hacen chupones de hielo al salir a la calle y los sabañones pican hasta doler, el Lápiz terminó de corregir nuestras tareas y, cabizbajo, de pie ante su bufete, nos fue mirando uno a uno. La expresión de su cara era distinta a la de cualquier otro día y su silencio advirtió despedida. Levantó la cabeza, estiró su cuerpo, que lo tenía apoyado sobre la mesa y, con trémula voz, lo confirmó:
            —Os he enseñado todo cuanto necesitáis para abordar estudios de mayor enjundia. Conocéis las principales reglas de cálculo, la geografía de España y sus más destacados hechos históricos. También, las reglas gramaticales, la historia sagrada y el catecismo del padre Ripalda. Algunos de vosotros, los que por la tarde habéis estado perfeccionando estos conocimientos y os habéis inscrito para las pruebas de ingreso en el nuevo Instituto, estáis ya preparados para ello. En el dictado no podréis tener ninguna falta de ortografía; en los cálculos ningún error, y cuando señaléis sobre el mapa mudo las provincias, la respuesta deberá ser exacta. Las pruebas que tendréis que superar se realizarán el próximo nueve de febrero, y el Instituto abrirá sus puertas, con carácter provisional, en los pestilentes locales de la Escuela Textil de la calle Conde de Superunda. Por tanto, los días que quedan los dedicaremos a descansar. No habrá clase por la tarde. La clase ha terminado. Podéis salir.
            Conforme salíamos por la puerta del aula, don Alfredo nos fue dando la mano, como a hombres, y con el mismo tono que pronunció la alocución, nos fue deseando suerte. Estaba emocionado y la humedad rebosaba en sus ojos. Nosotros no teníamos conciencia de que se cerraba una puerta de nuestras vidas y de que otra se abría, y los gritos y las carreras retumbaron por pasillos y retretes.
   
            El nueve de febrero me levantaron temprano, me vistieron con la ropa nueva y mi tía Cande me peinó con especial cariño. Esa noche yo había soñado con extrañas bolas de luces que aumentaban y disminuían de tamaño al ritmo que mi corazón palpitaba. A veces, creía que me engullían y despertaba con un dolor intenso en el pecho. Cande me notó desanimado y, para estimularme, dijo:
            —Tengo una sorpresa: el tío Alejandro me ha dado esto para ti. —Y sacó del bolsillo del delantal una pluma estilográfica negra, de esas que los Registradores de la Propiedad utilizan cuando rubrican documentos. No podía creer que mi tío Alejandro me regalara su pluma para que escribiera en el examen que iba a realizar. Me olvidé del dolor en el pecho y enseguida desenrosqué el capuchón, dejando al descubierto un plumín de reluciente oro, mucho mejor que el que me había regalado Chuchuruli.
            Llegué a la escuela y entré en el aula de Cochinico en Pie, donde aguardaba el tribunal examinador. Me acomodaron en un pupitre junto a la pared y, cuando los restantes niños terminaron de sentarse, un señor bajito y regordete, de nariz aquilina y ojos claros, cerró la puerta del aula.
            La ilusión que traía se fue esfumando al compás acelerado en que los desconocidos profesores tomaban asiento en sus poltronas. El de más edad y pelo blanco tomó la palabra y comenzó el dictado. La pluma no escribía al ritmo que yo deseaba, y volvieron los dolores del pecho. Las siguientes pruebas las realicé con el deseo de que terminaran cuanto antes, porque un nudo en el estómago me indicaba que no estaba a la altura de la pluma que utilizaba. Al terminar las pruebas, en la puerta me esperaban Paulinito, Jiménez y otros más que no conocía:
            —¿Qué tal te ha ido?
            Mi repuesta fue un mohín de desánimo, por lo que Jiménez me alentó:
            —Ya verás como aprobamos todos.
            Así fue, aunque sólo Paulinito obtuvo el sobresaliente que todos deseábamos.
   
            Como en todas las mañanas del año, la tradición textil de Priego, en forma de bandadas de mujeres, recorría las calles al amanecer, mientras los maridos ahogaban la pesadumbre del desempleo en los rescoldos del tálamo, a la espera de la recolección de la aceituna. En estas rutinas, ellas difundían y comentaban las incidencias de los días, incluso las peripecias de los maridos en los juegos de cama. Unas veces se las veía reír y otras blasfemar; cuando no, llorar. Ya en las fábricas, trabajaban doce horas sin tregua, en una atmósfera contaminada por el polvo de las fibras, ensordecidas hasta el aturdimiento por el ruido que producía el traqueteo de los husos. Algunas se orinaban al pie del telar.
            El 15 de febrero, con las espesas y grises nubes aún durmiendo sobre las cumbres heladas de la Tiñosa, los cuchicheos de las bandadas de las trabajadoras se centraron sobre el Instituto que, al mediodía, iba a inaugurar el Gobernador Civil. La alegría que manifestaban por el suceso se torció en lamento, cuando una muchacha joven, procedente de la aldea del Castellar, anunció que un hombre de edad madura se había ahorcado en un olivo en el paraje de las Rentas, a causa de su soledad.
            Llegado el mediodía, también en bandada, todas las autoridades locales —a excepción del tan esperado Gobernador Civil, que incumplió su compromiso— recorrieron las calles principales del pueblo, hieráticas, circunspectas, con chaquetas blancas, repletas de bandas y condecoraciones, y ajenas todas ellas a los dramas ciudadanos del amanecer. A las puertas del palacio de don José Castilla, la comitiva se dividió en dos, para ascender por cada uno de los tramos laterales de escalera que daba acceso a la magnífica puerta principal. Por un lado, subieron los mandatarios del Régimen: el Alcalde, con aspecto de zar y que, con su flamante medalla de caballero de la Orden de Cisneros y el bastón de mando, más bien parecía dirigir una banda de música de tanto como gesticulaba. Tras él, su delfín, bajito y de pelo moreno y rizado que, como buen bufón, se ocupaba de la Comisión de Ferias y Fiestas. Por el otro tramo, lo hicieron los directores de los tres institutos laborales existentes en la provincia y, el más orgulloso, era el nuevo profesor de Matemáticas, que ya había anunciado en el semanario El Adarve su disponibilidad para dar clases particulares. Cuando terminaron con los comentarios y admiraciones sobre las escalinatas de mármol, las cortinas de terciopelo rojo y el patio de quinientos metros cuadrados donde se izarían las tres banderas del Régimen, subieron al suntuoso comedor, que hacía las veces de salón de actos, y al comenzar los intercambios de elogios en los discursos grandilocuentes, ya estábamos aterrados por tanta parafernalia. Paulinito y Jiménez se arrebujaban contra mí y yo contra ellos, y nos mirábamos atónitos por lo que se oía. Con cada uno que intervenía nuestro pavor aumentaba. El más antiguo de los directores terminó diciendo:
            —¡Formaremos buenos vasallos para servir al mejor señor, el Caudillo!
            El Director de Priego, superó en gloría al de Puente Genil:
            —¡Se formará a los muchachos a fin de que sean de Dios y salven a España! —y terminó gritando con el brazo en alto—, ¡Viva Franco! ¡Arriba España!
            El poeta pontanense, Alcalde de Priego, enaltecido por el éxito, de pie y gesticulando con el bastón de mando:
            —¡Que sepan a la vez rezar y conservar la fortaleza necesaria para empuñar las armas en defensa de la fe!
            Jiménez, el menos impresionado, nos murmuró:
            —¡Aquí nos van a enseñar a guerrear bien! —pensaba en la Cubé.
            Don Gregorio —el nuevo profesor de Matemáticas— que nos vio cuchichear, nos miró con cara de pocos amigos llevándose el índice a la boca.
            Y el exuberante Alcalde, concluyó su alocución diciendo:
            —¡Ya que teníamos un buen señor, El Caudillo, hacía falta crear unos buenos vasallos que le sirvieran! 
            Satisfecho, el Párroco, sonreía.
            Cerrado el acto, nos dejaron jugar en el patio, mientras las autoridades tomaban un refrigerio. Habían podado las palmeras y Jiménez fue el primero que, a modo de jabalina, hizo volar las hojas cortadas por los aires del recinto. El resto de los compañeros le imitamos y, por fin, tuvimos nuestra fiesta de inauguración.




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