13
José, el escondido
Los días aumentaban sus horas de luminaria y parecía
que en ellos cupieran más sucesos que de costumbre. Cuando la Tiñosa desnudó su manto de
nieve, descubrió por toda la Vega
los almendros, cerezos y granados en flor y, con el cielo más azul, el hermoso
paisaje envolvía de alegría la existencia de la gente. Aún así, la vida
en el pueblo no se dulcificó. Algunas gentes, brutales e insensibles, seguían
bromeando con y sobre la desgracia ajena, a la par que a través de la radio
Machín cantaba con ternura Angelitos
Negros. Se reían del tonto del pueblo si se lo cruzaban por la calle,
arrastrando sus zapatos rotos y soltando la baba que caía al suelo por su
propio peso, al recoger las colillas que Eloy el Vago dejaba atrás. Cuando no,
se cebaban con el director del coro del Frente de Juventudes. Le tarareaban con
música de chotis: «cuando vayas a Madrid, Chato Minini, ten cuidado con las
curvas del Mojón...», porque el
desvencijado camión que transportaba a los falangistas volcó de camino a la
estación del ferrocarril de Cabra y, al rodar por el barranco, un fogoso y
apuesto joven perdió el brazo. Para compensar la tragedia, el Consejo Local del
Movimiento, tras las exequias realizadas al brazo huérfano, le regaló una casa.
Cuando estos hechos llegaron a oídos de mi madre, ella me dijo:
—Niño,
¿ves como llevaba razón? Te podría haber pasado a ti si te dejo ir a esa
excursión.
Con
el absurdo argumento, intentaba justificar su actitud, pero sólo conseguía inducirme
temores para vivir.
Por
las mañanas, cuando entraba en la calle Río por la calle Morales para unirme a
los compañeros que iban para el Instituto, al pasar por la esquina, gritábamos:
—¿A
cuánto están los huevos?
Y un
loro que habían traído de la
Guinea y ahora languidecía tras una ventana, contestaba:
—¡A
real el par!
La
anciana señora, dueña del animalito, se enfurecía y nos insultaba:
—¡Maricones!
Con
el tiempo, tuvo que quitar al loro de su lugar preferido, porque el pobre
estaba enloqueciendo de tanto dar el precio de los huevos.
Había
entendido que el tiempo que permanecería en el Instituto Laboral era perdido, y
pasé de estudiar. Me distancié de Paulinito e hice amistad con Arrebola, a
quien sólo le interesaba mirar por debajo de la mesa las bragas de la profesora
de Lengua, aunque a mí me gustaba más la mirada cálida de sus ojos negros y el
peinado de las pestañas postizas, cuando se acercaba a corregir los trabajos.
Sin querer, absorto y embaucado, le prestaba atención a todo cuanto decía. A
pesar de ello, me liaba con la pronunciación de la l después de la t y por at-lético, decía
atlé-tico. Don Dios, que sabía de todo e impartía la clase de gimnasia a la
vez que enseñaba a utilizar la lima en el taller, se mofaba cuando desacertadamente
me corregía:
—¡Burro,
se dice atlé-tico, y no at-lético! —y se daba mucha importancia,
entornando sus ojillos y mirándome con fijeza, seguramente para cerciorarse de
que le había comprendido.
La
diferencia de pronunciación la aprendí en clase de Geografía, con el nombre del
océano Atlántico, y también que los zares de Rusia eran como los comunistas.
Con estas y otras afirmaciones de la misma índole, se trabajaba los méritos el
profesor Garzón, a fin de mantener el cargo de director y, de paso, pavonear
con la profesora de Lengua. El número tres también hizo sus estragos. Mientras
que el desbancado director, don Gregorio, intentaba explicar su tres, con los
triángulos y la semejanza entre ellos, el número que suele elegir la gente
inteligente perdió toda entidad cuando el Párroco, en la clase de Religión,
explicó el misterio de la
Santísima Trinidad ; y el dígito que pondera la veracidad de
las cosas, por un acto de fe, se desprendió de su esencia y llenó de confusión
nuestras mentes.
Había
sonado el timbre que anunciaba el final de las clases de la mañana y algunos
saltamos los escalones que dan a la calle Río, de tres en tres, para liberarnos
de tanto reglamento. Y otra vez se nos echó encima la vida.
En la
acera de enfrente, entre el barroco de la Iglesia del Carmen y el primer meandro de la
calle Río, en la misma puerta de la farmacia había varías personas que
cuchicheaban entre sí, mientras con la mirada perseguían un reguero de sangre.
Arrebola y yo pasamos por delante de la Iglesia y torcimos a la derecha, por la calle
Ancha. Con la ansiedad propia de la curiosidad, también lo perseguimos; el rojo
de las manchas de sangre nos condujo hasta la taberna que hacía esquina con la
calle Málaga. Las puertas que daban a ambas calles estaban abiertas de par en
par, y el tabernero rociaba serrín sobre el charco de sangre. Su mandil blanco
parecía más el de un carnicero, y lo que los parroquianos comentaban llegaba
con nitidez a nuestros asustados sentidos. Con la carne de gallina, oímos decir
a un hombre que, por su altura, sobresalía de los demás:
—Eran
compadres, ya tenían unas copas de más, y cuando el bajito invitó a otro chato
de vino, el que quería irse a casa sacó una navaja de cinco trinquetes y se la
clavó en la ingle, partiendo la arteria femoral. La sangre que brotaba a
borbotones, no solo regó al compadre, sino que también bañó a los que tenía
cerca. Fue espantoso. Lo llevaron a la botica del Carmen,
donde no pudieron cortar la hemorragia y lo trasladaron en volandas a la Casa de Socorro...
El
Cabrero interrumpió al larguirucho:
—Debimos
llevarlo directamente al hospital San Juan de Dios, pues cuando llegó estaba ya
desangrado.
Un
tercero que tenía el sombrero en la mano añadió:
—El
pobre ha muerto —y le daba vueltas al sombrero, mientras miraba, apenado, el
empedrado de la calle manchada de sangre.
El
silencio que se produjo nos devolvió a la realidad. Arrebola, sin despedirse,
subió por la calle Málaga y yo caminé hacia mi casa. De vez en cuando y, sin poder
evitarlo, me fijaba en aquel reguero de vida que se esfumó en la misma puerta
del paupérrimo hospital.
Cuando,
impresionado y lívido, llegué a casa, mi madre estaba esperando en la cocina
para almorzar, y en la mecedora de enea y roble, que dificultaba el paso hacia
la escalera, se sentaba una hombre todavía joven con las marcas blanquecinas
del sombrero sobre la frente y la tez torrada por el sol. A su vera tenía un
canasto de mimbre con huevos y grandes trozos de salazón de tocino. Miraba con
sus ojos inocentemente azules a mi abuelo Eulogio y a mi tío Nicasio, que
hablaban entre ellos:
—José
—decía el abuelo— es de Moclín; un buen hombre y conoce todo lo que debe
saberse sobre el campo. Tiene una mujer que es muy apañada y, a su cargo, su
anciana suegra. Creo que te irá bien como casero y encargado del cortijo de tu
mujer.
Mi
tío lo miró de arriba a abajo, paseando la mirada por cuantos remiendos lucía
el traje de patén gris
y reparó en el brazalete negro:
—¿Por
quién llevas luto, José?
José
se puso de pie y, con una mueca asimétrica en los labios, mirando el trozo de
paño negro, ceceando, susurró:
—Por
mi hermano y, más recientemente, por mi madre, que murió de congestión hace
poco tiempo.
—¿Cómo
murió tu hermano?
A
José se le humedecieron los ojos y el abuelo contestó por él:
—Lo
fusilaron los nacionales en las tapias del cementerio de Alcalá la Real en una noche de venganza
—en la voz de mi abuelo había resentimiento y demandaba, por el tono que había
empleado, solidaridad. Continuó hablando—, José, en realidad, es un escondido.
Mi
tío sacó el pañuelo blanco que le adornaba la americana y mientras se lo
ofrecía:
—Lo
siento José. Ahora, cuando salgas, te vas a por las llaves del Cortijo Nuevo a
mi casa de la Carrera
las Monjas y te instalas con tu familia. Ya hablaremos de la medianía que
establezcamos.
Pero
José secó con la bocamanga las humedades de las ojeras y, cogiendo la cesta de
mimbre, mientras daba las gracias, salió de la casa sin mirar atrás. Iba muy
emocionado.
El
abuelo y mi tío se reunieron con mi madre en la cocina y, mientras el anafre
chisporroteaba y yo intentaba tragar el puré de garbanzos con tostones, mi tío
Nicasio metió dos o tres veces la cuchara en mi plato para aliviarme el
sufrimiento. Masticando, hablaba:
—Rocío,
me han contestado negativamente a la rogativa que hice al Patronato de
Huérfanos de Oficiales del Ejército, solicitando el retraso de la incorporación
de Jesulín y Evelito al internado. La de Migue la hemos aceptado. Quiero decir,
que los tres deben incorporarse en sus plazas de internado el próximo curso:
Migue irá al colegio de La
Inmaculada , en Madrid, para cursar el Bachillerato elemental,
y los dos chicos irán a Padrón, en Galicia, con las monjitas, para preparar el
ingreso en el Bachillerato; allí estarán pocos años. Después irán a Madrid para
seguir los estudios y la carrera que elijan. De no ser así, perderán la
oportunidad de estudiar. Reconozco que es duro aceptar esto, pero no hay otro
remedio. Hay que sacrificarse, Rocío.
Hacía
rato que mi madre había dejado de soplar el anafe y yo, atónito, miraba con
estupor la pajarita negra que mi tío anudaba en el cuello. Mi abuelo, al que mi
madre le había servido un plato, barruntaba más sufrimiento y exclamó lo de
siempre:
—¡Me
cago en cristo el negro! ¡Malditos sean los dineros¡ —y, como Popeye, tragaba
los tostones de las gachas como podía, porque no tenía dientes.
Yo en
cambio pensaba en que Chuchuruli estaba internado en Madrid y, por lo tanto,
sería algo distinto y divertido. Pero como mi madre lloraba desconsoladamente,
no hablé nada; ni siquiera comenté lo que había vivido en las horas del
mediodía.
El
día había sido luminoso y alegre, los acontecimientos fueron muchos y no
acompañaron al tiempo. Tampoco había jugado y, a pesar de todo, cuando llegó la
noche y los últimos rescoldos del brasero se apagaron, caí en la cama con más
cansancio que de costumbre. Saludcita me acostó con ella, en la cama dorada que
tiempo atrás fue de la abuela y todos, incluso Jesulín y Evelito, nos la
disputábamos. Las bolas doradas de las cuatro esquinas relucían más que nunca y
parecía que por ellas se flotaba sobre un entorno sagrado. Al fondo, en la
pared, un hermoso cuadro, con marco de pan de oro, realzaba a San José que, con
el burro, el Niño y la
Virgen María , huían de Herodes. Los sueños de esa noche
fueron cambiando al ritmo que la madrugada desaparecía, se acercaba a su fin y,
entre sueños, me preocupé por los amigos y vecinos de San José. Me preguntaba
si la hermosa Señora les avisó de lo que iba a hacer con los primogénitos el
canalla de Herodes. Después de que las hojas de las panochas que rellenaban el
colchón dieran sus primeros quejidos, las oníricas imágenes me transportaron a
un florido Edén, donde un ángel de la guarda con tirabuzones y falda repleta de
flores aromáticas veló el nuevo sueño, y su cara fresca y sonrosada me pareció
ser la de Rosita —mi vecina—, la que me encendía cuando saltaba a la comba
cerca de mí. Aquello fue lo mejor de la noche. En los siguientes quejidos de
las hojas de panocha, los dolores del costado volvieron para apoderarse del
ánimo y aquellas bolas blancas, otra vez, pretendieron engullirme. Me desperté
ya en la madrugada, gritando ayes de dolor.
Entre
el afable doctor Balbino —quien se preocupaba por la salubridad de las rameras
y en el semanario El Adarve escribía sobre el elixir de la juventud— y el
circunspecto don Cosme me diagnosticaron una pleuritis, posiblemente ocasionada
por golpes recibidos, y aconsejaron el reposo, buena alimentación, mucho aire
de la sierra y una inyección de penicilina diaria.
Toda
la familia quedó preocupada por el diagnóstico porque, pocos meses atrás, la
tuberculosis se llevó de este mundo a la bondad personificada con el nombre de
Ana, la tía de mi madre. Cuantos recursos había en la familia los pusieron a mi
disposición y, lo que para ellos supuso un drama, para mí fue un mes de feria y
de caprichos: mecanos, duros de plata recién acuñados con la esfinge del
Generalísimo, jamón y, sobre todo, muchos ponches. Y si quería moverme por la
casa, mi tía Cande hacía de caballito. Pero la penicilina fue la que acabó con
los ahorrillos de mi madre, porque Plantica —el barbero— la traía de estraperlo
desde Tánger, y la cobraba a precios de Caudillo. A pesar de todo, en las primera
horas del día me incomodaban con la limpieza de la habitación y, con nostalgia,
pasaba por el atardecer hasta dormirme.
La
enfermedad había remitido y cuando me incorporé al Instituto el curso estaba
agonizando. Arrebola tenía otro amigo, Paulinito llenó de sobresalientes su
currículo y yo aprobé, sin más mérito que el que quisieron dar las
circunstancias.
El
calor de aquel domingo de julio era sofocante, las cortinas de terciopelo rojo
del salón de actos hedían y, junto al sudor de la gente apiñada, se creó una
atmósfera espesa y agria que sintonizó con cuanto decía el director del Centro,
en la lección de clausura del Curso 52/53 y que tituló Política Zarista. El contenido versó sobre las coincidencias entre
los políticos zaristas y los comunistas, y terminó proponiendo: «Vencer a la URRS en todos los ordenes».
Más tarde, cuando los actos tocaban a su fin, contestó a las críticas que la
gente hizo al carácter estrictamente laboral de los estudios que se cursaban, y
habló, sin mirar los papeles que tenía dispuestos para leer en cada una de sus
intervenciones:
—¡No hacen falta en España universitarios, lo que hacen
falta son obreros! —y, tras una pausa, prosiguió—. ¡Pretender alcanzar un
hermoso título para que adorne un despacho, sin otra finalidad, es muy poco
premio para muchos esfuerzos...!
Los
cuchicheos de la gente se expandieron por toda la sala, al igual que la brisa
cambia el tono verde de los trigales de la campiña. El poeta Alcalde, de
improviso, se puso en pie, luciendo la poderosa chaqueta blanca de jefe del
Movimiento; sacando pecho, estiró el ceño y, agitando el bastón de mando:
—¡Esta institución llena
totalmente las ilusiones que pusimos! —y, con su inesperada intervención, evitó
que las cañas del trigo quebrasen en abucheo.
Para
completar el tratamiento que los doctores don Balbino y don Cosme habían
prescrito, mi madre me llevó de veraneo al Cortijo Nuevo, para tomar el aire de
la sierra de los Judíos, impregnado de aromas de romero, jara y chaparros. La
cama de varales dorados y la hamaca donde tantas veces reposó mi padre, por
causa de la úlcera, viajaron con nosotros al cortijo. En el equipaje incluyó la
colección de cuentos que las señoritas, hijas del republicano don Víctor
Chavarri, me habían regalado para mi distracción durante el reposo.
Josefa
—la anciana suegra de José—, sentada sobre una silla baja de anea, con el negro
pañuelo cubriendo la cabeza, andaba agarrando a los pavos del gaznate con una
mano, y con la otra les metía habas secas por la boca y, anillando el cuello
con la mano, desplazaba el alimento hasta el buche, mientras le decía:
—Otra
más y ya está. —Entendía la vieja que la desgana del animal para alimentarse
obligaba a darle de comer con este sufrimiento; y volvía a repetir, como si el pavo
la comprendiera—, Otra más y ya está.
Entre
tanto las rapaces, libres, majestuosas y silenciosas, planeaban en círculos en
el impecable azul del cielo, al amparo de los tajos y sustentadas por las
corrientes de aire caliente que las elevaban hasta perderse de vista. José dejo
de segar y se acercó a la era, donde el coche de Panillón había aparcado, justo
delante de la puerta del cortijo. Por el sur, cerraba el paisaje las
estribaciones de Sierra Nevada; al norte, la sierra de la Halconera ; protegiendo
la espalda del cortijo los cortes profundos de la sierra de los Judíos; y al
frente, los ondulados y firmes montes del Albayate. La vista era soberbia, y,
encantado, contemplé cuanto veía, sobre todo los tonos violáceos de las sombras
y los verdes profundos de los chaparrales. Cuando José llegó a la altura del
vehículo, con voz quebrada y ceceante, llena de parsimonia, nos saludó con
mucho afecto:
—Me
alegro de que os vengáis a pasar una temporada. Ya me lo dijo don Nicasio, que
sería pronto. —Me miró sonriendo—. Ya mismo estarás del todo bueno. El oxígeno
de este aire te pondrá los pulmones como nuevos.
Y comenzó a subir enseres a la
habitación principal.
—José, la hamaca la dejas aquí
abajo, para que el niño repose —le dijo mi madre, y le preguntó por el estado
de su esposa.
—María está embarazada de ocho meses
y ahora está en el horno, sacando el pan de la semana. Está muy contenta.
Después
de limpiar la ceniza de la leña, María guardó los panes en la orza, y se acercó
para saludar.
—¿Cómo
estás María? —le preguntó mi madre, al tiempo que se abrazaban.
—Bien
—contestó ella—, sólo faltan cinco semanas para el paritorio. —Este era su
primer embarazo y, cuando esto dijo, se sonrió mirando la prominente y
puntiaguda barriga, escondía sus hundidos
ojillos marrones en una mueca simpática. Estaba feliz.
A la
noche, en el patio, bajo la luz del carburo y mientras yo tomaba el huevo
pasado por agua, mi madre leía el cuento de Garbancito; aquél que tiraba las migajas
de pan para no perderse al regreso y que, al comérselo los pájaros del bosque,
sin señales de referencia, se perdió. José escuchaba absorto, y miraba la parva
que tenía delante. La vieja que antes dio de comer a los pavos, ahora, mientras
se acariciaba la sotabarba, contemplaba sentada sobre la silla baja la luna
llena que iluminaba todo el paisaje, plagando de misterios plateados a cuanto
alcanzaba la vista. La penumbra de la sierra del Albayate, por los efectos de
la luz, parecía caer sobre nosotros, y ella comenzó a mascullar un cuento que
ya no recordaba:
—Ese leñador cargado con la gavilla de leña, se esconde
en la luna y no recuerdo por qué...
Yo no
apartaba la mirada del leñador en ese tiempo que estábamos bajo la tutela de
los luceros. De repente, los perrillos comenzaron a ladrar con insistencia. En
la era se hizo el silencio y se escucharon pasos destripando los terrones. Del
miedo, se me puso la carne de gallina y, poniéndome de pie, me acerqué a mi
madre. José entró en la casa, cargó la escopeta de cartuchos del doce y salió
apresurado hasta alcanzar el filo de la era, donde comenzaba el camino, y le
envolvieron las sombras. Esperó de nuevo a los ruidos que habían enmudecido.
Tras un momento mudo, espeso y angustioso, un estampido hizo revolotear a todos
los pájaros que anidaban en la higuera y los perros redoblaron sus ladridos.
Cuando el eco dejó de expandirse, una voz trémula y agitada, gritó:
—¡José,
soy yo, soy yo, tu vecino del cortijo Los Pajes! —De entre los olivos apareció
un hombre bajito y zambo, cuya correa anudaba la cintura por debajo de la
oronda barriga—. ¡Menudo susto me has dado, José!
El
rostro lo traía desencajado y lívido como la cera.
—¿Cómo
andas por ahí de noche? —le preguntó José—. Siéntate y toma un trago de agua
para pasar el susto —y mientras le acercaba el botijo—, la pareja estuvo por
aquí hace unos días, dando una batida, y nos contó que buscaban a dos de la
sierra de Loja que habían escapado, dejando atrás una maleta con las cabezas de
dos monjas.
—Sí
que lo sabía —le dio un trago al botijo para aliviar la sequedad y el amargor
de la boca—, pero es mentira, son cosas que cuenta la Guardia Civil de la
gente del maqui; crean mala imagen de ellos para que no se les ayude.
José
no terminaba de creerlo y balbucía:
—¡No
sé, no sé!
Para
romper el estado de ingenuidad en el que parecía vivir José, el Zambo, haciendo
acopio de valor, le recordó:
—A tu
hermano, ¿no lo mataron los nacionales al pie de una tapia? La gente de pistola
no tiene alma, José. No se paran a pensar; calumnian, fuerzan las confesiones e
inculpan para lograr sus galones, y no ponen cota a la crueldad que, con
virtuosismo, manejan para alcanzar sus fines. No les importa la inocencia, ni
la justicia. Son como dioses menores: les mandan y obedecen, sin más.
José
callaba y escuchaba al Zambo. Desde el silencio que se produjo, le espetó:
—Bueno,
¿y qué te ha traído tan de noche por aquí?
El
Zambo removió la correa y metió la camisa dentro del pantalón:
—Se
me escaparon dos cochinillos y los ando buscando.
—Espera,
que te ayudaré a encontrarlos. —Entró José en la casa y, soltando la escopeta,
cogió un farol. Cuando salió, se dirigió al Zambo—, ¡vamos! —y los dos hombres
se fueron cuesta abajo, acompañados de los perrillos que, a un lado y a otro,
escoltaban a José moviendo alegremente los rabos.
Las
cabañuelas y el almanaque zaragozano habían predicho un agosto fresco; los
aires eran propicios para aventar y José quería terminar de recoger el grano
antes de que llegara la feria y la mujer pariera.
El
burro que yo montaba estaba sudoroso de tanto trotar, y de la docena de huevos
que había comprado en el Ventorrillo, dos habían cascado con los brincos que el
pobre animal dio, al vadear los cauces secos de las torrenteras que separan a
unos cerros de otros. Cuando terminé de subir la pronunciada pendiente que
desemboca en la era, encontré a José sacando las mantas para dormir en la parva
y depositándolas encima del trillo que, con sus lascas de pedernal incrustado y
los dientes de las ruedas de hierro afilados, amenazaba con triturar cuanto le
rozase el vientre o pasara por debajo de sus ruedas. Deseoso de participar en
la trilla, le dije:
—¿Qué
hago, José?
—Lo
primero, llevar a descansar al burro, que mañana tendrá que patear las
gavillas. Después, al granero y te vas bajando los cedazos, los cuartillos, el
celemín y la fanega, que temprano vamos a trillar la parva y medir el trigo que
saquemos.
Sentí
lástima por el pobre animal, y por cada chisme que depositaba junto al trillo,
le hice una visita y le acaricié la testuz. Él pateaba el suelo mientras
levantaba el hocico, incitando a que lo repitiera. El animal me entendía a
pesar del sufrimiento que le infligí al hacerle trotar tanto. Cuando terminé la
tarea, me acerque a José y con la mano le indiqué que agachara la cabeza:
—José,
¿puedo dormir esta noche contigo en la era?
Con
su sonrisa asimétrica, susurró:
—Pide
permiso a tu madre.
El
cansancio del día ocasionaba largos silencios y sólo el rumor de las hojas de
los olivos se hacía oír, cuando la brisa de la tarde azotaba el campo. Las
nubecillas ocultaban de vez en cuando a la luna menguante y al lucero del alba
que la acompaña. Envuelto en la manta, contemplé el firmamento durante toda la
noche y sólo a ratos dormitaba. Los demás luceros y el camino de Santiago,
junto a las constelaciones de las osas, parecían fulgurar por última vez, y el
cielo adquiría una profundidad que hacía intuir un infinito inobservable y
maravilloso. José yacía roncando a mi lado, y con la manta cuartelera se
enroscó abrazado a la escopeta de dos cañones. Su compañía me llenaba de
confianza y los temores que llegaban del firmamento sólo me ocasionaban un
placer extraño.
Las
bestias, cansadas de tirar del trillo, babeaban espuma y, en las últimas
vueltas, el grano asomó tímidamente de entre la paja. Yo, de pie y agarrado a
la cintura de José, sentía el temblor de la circular carrera en mi aturdido
cerebro y, embriagado, pedí más velocidad. Los sacos de trigo se iban llenando
con la fanega, los celemines y los cuartillos. José, mojando la punta del lápiz
con la lengua teñida de azul, apuntaba la cantidad en un papel de estraza
amarillo.
—¡A
la paz de Dios!
Esto
sonó como un trallazo y todos cesamos nuestras faenas: José dejó de arrastrar
sacos, el Zambo soltó el escobón, María salió de la casa y la vieja paró de
quitar chinchorros al perro, a mi madre se le cayó al suelo la aguja de croché
y yo solté las tomizas con las que ataba los sacos. Todas las miradas se
dirigieron al camino donde comienza la era. A media voz, a José se le escapó el
saludo:
—Buenas
tardes.
Una
pareja de la Guardia
Civil , como siameses, con el tricornio asentado en la cabeza
hasta la sien, y los avisperos al
hombro apuntando al cielo, introducían el dedo pulgar entre la correa del
subfusil y la axila y, sobre el brazo libre, colgaba un pesado capote; los
últimos rayos de sol acordonaban con aura dorada toda la obediencia
incondicional que les habían inculcado. Anduvieron unos pasos y sus rostros impenetrables
comenzaron a distinguirse:
—Tú,
larguirucho, saca unas sillas y el botijo, que vamos a descansar un rato
—exigió uno, y se sentó en el muro que separa la era del olivar.
El
otro se acomodó en la silla, cerca de la puerta y, mientras contaba unas balas,
interrogó:
—Tú
te llamas José y tu mujer María, ¿es así?
—Sí
señor. Para servir en lo que guste.
—Y
eres de Moclín, ¿verdad?
A
José se le puso la cara del color de la cera y observé cómo le temblaban las
manos. Mi madre se levantó de la silla y me tomó de su mano que también le
temblaba. El guardia que estaba sentado sobre el muro y no se perdía un
detalle, montó el arma y la acarició sobre su regazo, como una madre hace con
el hijo.
—Sí,
somos de Moclín.
—Y
tienes un hermano que desapareció al final de la guerra, ¿no?
—Sí
—contestó José a secas.
El
guardia terminó de contar los cinco cartuchos y, con parsimonia, los iba
introduciendo en el cargador:
—¿Te
acuerdas de un vecino tuyo que respondía por Fito? ¿Cuánto tiempo hace que no
lo ves? —concluyó de meter las balas y se puso en pie.
María
agarró del brazo a José y se quedó a su lado totalmente intimidada; él, tras
poner la mano sobre el hombro de María:
—Tenía
más o menos catorce años la última vez que lo vi. Me dirigía a la feria con mi
padre.
María,
haciendo pucheros, se aferró a José fuertemente; temía por un fatal desenlace.
El guardia, de un tirón, la apartó de él, y alzó la cabeza para mirar a José a
los ojos:
—¡Responderás
ante la autoridad competente por el asesinato de Fito! —y le cerró las esposas.
La
vieja, mi madre y María lloraban y yo, indignado, ayudaba al Zambo a recoger
los enseres de la trilla. Por el camino que parte de la era perdimos de vista a
José, escoltado por dos seres tan simétricos que hasta sus capas se mecían
sincrónicamente.
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