Del Paseíllo a la vida.


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     Aún faltaban días para que la escuela comenzase, y entretenía el tiempo haciendo recados para mi tía Saludcita o mi madre y jugando en el Paseíllo con los niños que habitaban la esquina. Aunque no llovía, el cielo estaba encapotado y los humos de las chimeneas se elevaban lánguidamente sobre los tejados. La calle estaba atiborrada de olores que, a veces, se confundían con los sabores: ácidos y amargos en la cercanía de la almazara; agrio en la tienda del Vinagre; embriagador en las cercanías de la droguería. Cuando el aire se removía, un hedor a podredumbre lo invadía todo y nos hacía tapar la nariz para no inha-larlo. No se sabe si se debía a la falta de higiene o al cáncer de boca que padecía la vecina o a ambas cosas. Lo cierto es que, cuando salí a la calle con el real que me había dado Saludcita para comprar el café de achicoria, me tapé la nariz, abrí la puerta y corrí hasta doblar la esquina. Cuando me detuve, vi al Rubio, rechoncho y patoso, saliendo de su casa, dando un salto para salvar los escalones que conformaban su tranquillo.
     —¿A dónde vas? —me preguntó.
     —Al Vinagre, a comprar café.
     El hermoso portón de nogal y clavos dorados, con aldabones de metal bien bruñidos que representaban la mano de Fátima, estaba abierto de par en par, y un burro con sus serones de esparto vacíos inclinaba su tes-tuz como podía. Sacaba la lengua salvando el bocado y lamía tranquila-mente y con gusto una gran piedra de sal que, para este menester, ponía en la puerta el Tío del Vinagre. 

      Entramos en el portal de la casa que hacía de tienda donde se apilaban rollos de cuerdas, sacos de cereales o pequeños barriles de carburo; los escobones y las albarcas colgaban del techo. Los toneles de roble que con-tenían el vinagre estaban anclados a la pared, y delante de ésta, un altí-simo mostrador de nogal por el que asomaba la gorda cabeza del bajito y rechoncho Tío del Vinagre. Tan pronto nos vio entrar, nos dijo que nos pusiéramos a la vera de uno que quería probarse unas albarcas hechas de restos de ruedas de coche.
     Mientras esperábamos el turno, observamos atentos al hombre que estaba sentado sobre un saco de cebada y vestía unos pantalones de patén, descoloridos y remendados. Lucía en el antebrazo un brazalete negro, y el rostro, además de estar muy ajado por el sol, denotaba resignación.    

      Desanudando las cuerdas se quitó los trozos de gomas con las lañas de metal reventadas. Después desenredó unas vendas de lienzo renegridas por la tierra y el sudor. Cuando destapó los dedos, entre el pulgar y el índice, del negro barro que los embadurnaban asomaron semillas de cereal totalmente germinadas. Con el dedo índice rebañó la masa maloliente y, cimbreando la mano, la lanzó a la calle. Relió en el pie los mismos trapos y se probó las albarcas. Cuando pagó al Tío del Vinagre, entregó por las compras un saco de garbanzos. Yo le pagué el real, y en un papel amarillento de estraza él me lió habilidosamente la achicoria. Sin dejar de mirarme, me preguntó si era hijo de la viuda. El Rubio y yo no dejamos de mirar al hombre que, con su burro, se alejaba lentamente calle abajo, mirándose los pies.
      Mi tía Saludcita, por el recado, me había dado una moneda de cinco céntimos, o sea, una perrilla o una chica, lo cual era raro en ella. Y esta boyante situación económica me permitió comprar al Rubio diez toreos y cinco chapas. Los toreos los encontrábamos recortando las caras de cartulina en las cajas de cerillas, pero las chapas las imponían los falangistas a cambio de una perrilla o de una gorda a la clientela de los bares, cuando tomaban copas los domingos y eran difíciles de obtener. Simulaban blasones de cartón, primorosamente impresos, de los reinos y provincias de España o de su nobleza, y había que abrocharlos en el ojal de la chaqueta para que quedara patente haber pagado el arbitrio impuesto.
      El resto de la mañana lo pasamos jugando con las chapas y los toreos. Apoyando la chapa en la pared, a una determinada altura del suelo, la dejábamos caer. Tirábamos alternativamente y cuando ésta caía sobre otra se ganaban todas las que hubiera en el suelo. Así conseguí ganar al Rubio bastantes toreos y chapas. Era rico y me podía permitir el lujo de ir al Paseíllo para enfrentarme a los capitalistas que podían tener cientos de ellas.
      El Rubio se fue para casa, desesperado y con el pelo revuelto de tanto manosearlo cada vez que perdía. No me preocupé demasiado por su es-tado anímico. Su padre trabajaba de cobrador en el banco y le recolectaría más chapas entre los deudores.

      En la aterrada plaza del Paseíllo se hacían sentir las primeras luces del otoño; los plataneros que la circunvalan dejaron caer sus hojas amarillentas y la humedad hizo que sus farolas sacudieran pequeños calambres a quien mostraba el valor de tocarlas. Los delicados musgos, con sus tonalidades verdosas, junto con los parados, tocados de negras boinas, daban la patina de inmutabilidad a la plaza principal. Sólo los pausados movimientos de los que liaban el cigarrillo, sentados al amparo de los árboles, o el deambular de los paseantes que buscaban el calorcillo de los entristecidos rayos de sol a la espera de que algún manijero le ofreciera un jornal, rompían la rutina de la España eterna que se había instalado por la fuerza de las armas.
   Pocarropa andaba por la plaza luciendo los harapos y la mugre almacenada, quizás de años, que imposibilitaba distinguir el tono oscuro de la tez. Su enorme cabeza con descomunales ojos negros y orejas se balan-ceaba al andar. Iba pidiendo la limosna a cuantos pasaban por su lado y la mayoría de las veces se la negaban.
    Eloy —el Vago—, que de alguna forma era su antítesis por lo mayor y largo que era, lo echaba de su lado cuando lo veía. Le hacía la competen-cia en la recolección de las colillas que, tras deshacerlas y secar, mezcla-ba, liaba y fumaba. Eloy era un hombre solitario que también rondaba por los aledaños de la plaza. El trato que la gente le tenía era muy diferen-te. A Pocarropa, de vez en cuando, le daban un remojón de aceite. A veces, jugaba con nosotros, pero al Vago lo toreaban gritando:
      —¡Eloy el Vago! —y repetían la cantinela con tono de guasa. Entonces él respondía amenazando con el garrote:

    —¡Tu puta madre! ¡Tus muertos todos, hijo de puta! —y hacía el ademán de abalanzarse bastón en ristre.
       Entré corriendo en el Paseíllo por el acceso que había junto al kiosco, tocando la farola que propinaba el calambre, en un alarde de valor que sería reconocido por cuantos allí jugaban. De esta manera intuí que po-dría tener vía libre para jugar en cualquiera de los corros; a la vez que respetarían mis chapas, los toreos, el trompo y, lo que era más importan-te, mi integridad física. 

    El Paseíllo era nuestras Cortes. Allí se cambalacheaban las cuotas al respeto y la jerarquía dentro de la pandilla, que se definían por razones de vecindad. También se establecían los acuerdos de alianzas o las tre-guas en las guerreas y se declaraban las hostilidades con otras calles, incluyendo el sometimiento de unas a otras.
     Pronto conseguí jugar al queso; el juego consistía en bailar el trompo de madera por orden riguroso, dentro de un círculo marcado sobre el suelo, y donde cada uno debía de sacar del círculo el de un contrario; bien con el lanzamiento o dando un trompazo con el propio, bailándolo desde la palma de la mano. Se requería bastante habilidad para esto.
     Cuando llegó mi turno, me separé lentamente del círculo, metí la punta del volantín en la boca y la mojé en saliva. Apreté el extremo contra la fina púa roma que mi amigo Paulinito había puesto a mi pequeño trompo y relié el resto del volantín en el tronco de cono. Despacio y, con mucha presión, pasé la cuerda entre el meñique y el corazón. Ajusté la tensión de la misma, apoyando el reverso de la mano contra el platillo de hojalata que tenía sujeto en el otro extremo del volantín y, cuando mano y trompo quedaron rebosantes de energía, alcé el brazo con la intención de que hiciese dos giros. Uno, sobre sí mismo, con la mayor revolución posible, y otro para que la púa, que miraba al cielo, se revolviera contra la coronilla del que, en ese momento, agonizaba en su baile. El pequeño trompo con su fina púa roma, a toda revolución, salió de mi mano zumbando y, de forma casual, partió en dos al que agonizaba. El nudo oscuro de madera que su interior albergaba quedó al descubierto y a Chismín, su dueño que, por su parecido con el líder asiático había adquirido cierto carisma, no le gustó el suceso e intentó desabrocharse el cinto del pantalón. Tenía la cara más lívida que de costumbre y amenazaba bronca. El silencio tro-naba. Jesusico y Jiménez se pusieron a mi lado, y Chismín abrochó de nuevo el cinturón, reajustando los calzones a la cintura, respiró en pro-fundidad para evitar el sofoco y nos amenazó: 

    —¡La pagaréis, lo juro por Dios! —Y se fue camino de la calle San Marcos.
     Jesusico chasqueó y sacó la lengua para lamer sus labios. Y con orgullo, como si también lo hubiese hecho él, me dijo:
       —¡Qué buen puaso le hemos dado al hijo puta de Chismín!
    Jiménez, que era del Paseíllo, me pidió que le enseñara la púa del trompo y le gustó tanto que, más tarde, elaboró una para el suyo. Las púas que Paulinito fabricaba con las limas de su padre fueron la envidia de todos los trompos. Hasta Pocarropa se acercó a ver la púa que partió en dos el trompo de Chismín. 



     Las calendas de la Hispanidad habían terminado y en el plumier de tapa corredera colocaba el palillero rojo de madera con el plumín de coronilla engarzado, los lápices de colores Alpina y la goma de borrar. En la oquedad que libraba entre el libro de Geografía Países y Mares y la enciclopedia El Tercer Grado, guardé el plumier en la cartera de cuero y abroché las dos hebillas. 
     En la esquina de mi calle me reuní con Fafalete —mi vecino—, quien mentía más que hablaba y hacía recados en la barbería de su padre.
    Por el postigo de su casa salía Pepe —Chuchuruli, como le decía Jesusico—, oliendo a perfume de lavanda y acompañado por Trujillo, de más edad que nosotros. Le guardaba la espalda por mandato del padre, un militar italiano y refinado que casó con una guapa heredera de los Ruíces ricos. También se reunió el Rubio con nosotros en la esquina. A medida que nos acercábamos al Palenque el grupo iba creciendo.
    En el Palenque termina la calle principal de casas señoriales y comienzan las cuestas empinadas que convergen en el monte Calvario. Delante de las escuelas, que un día fueron republicanas, en sus respectivas astas ondeaban las banderas requeté: blanca y con la cruz roja de San Andrés; la roja y negra de la falange; y en el centro, la roja y gualda del reino de España, con el yugo y las flechas, las columnas de Hércules y su Non Plus Ultra. Y sobre la cabeza del águila imperial, el imposible lema de: Una, Grande y Libre.
      El edificio lo constituían dos plantas en forma de ele. En su tramo corto albergaba los locales de la Falange, el despacho del Bizco —Jefe de Centuria— y una pequeña sala de juegos con una mesa de ping-pong. En el tramo largo, seis aulas. La planta superior era para las niñas y la inferior para los niños, como lo requería el Nacional-Catolicismo del doctor Plá y Deniel. Sobre la blanca fachada de amplios arcos de medio punto lucían negras calcomanías de los rostros de Franco y José Antonio Primo de Rivera y, en carmín, el yugo y las flechas. 

       Conforme llegábamos nos alineaban en fila de tres, ante los hieráticos maestros encaramados en el último rellano de la escalera de la entrada. Desde el soportal del local de la Falange, el Bizco, con camisa azul reman-gada y pantalón corto, vigilaba desde su enclenque y ridícula estampa la entrada a las aulas que nos habían asignado. Parecía memorizar nuestra tipología, seleccionando, en primera instancia, a los futuros cadetes de la centuria que en su día pudieran derramar la sangre por Dios, por España y por el Nacional-Sindicalismo. Se frotó las manos y desapareció en la oscuridad del soportal.
       Entre nosotros ocurría de todo, mientras los maestros hacían entrar a quienes nombraban de su lista. Unos lloraron, otros se atusaron el pelo, y otros pidieron:
      —¡Que me toque el Lápiz!
      —¡Que me toque Cochinico en Pie!
      El Lápiz —don Alfredo—, nombró a Fafalete, a Chuchuruli y, cuando ya casi no había niños, me nombró a mí «Miguel».
    Respiré hondo, el temblor de las piernas desapareció y todos los chismes que llevaba en el plumier, como una sonaja, repiquetearon al ascender la corta escalera.
      Don Alfredo era un hombre apuesto y alto. Se parecía al energúmeno de Girón por su aspecto, y en su estilo al también fascista Suñer. Quizás por ello, se salvó de la purga de maestros del año cuarenta y tres. Era afable y cariñoso y nos prestaba toda su atención; después del “Ave María Purísima” con el que comenzaba la clase, preguntaba por nuestras cosas, al pasar lista.
      A Jesusico y al Rubio los nombró don Venancio, al que se le conocía como Cochinico en Pie y vivía en nuestra esquina,  pocas veces se le veía entrar o salir de su casa. No tuvieron suerte y apenas frecuentaron su tranquillo para jugar al fútbol con los botones y las panochas.
    Comenzó la clase con un dictado. Don Alfredo, con buena dicción y paseando por los pasillos, vigilaba mirando por encima de sus lentes, mientras nos repetía con cadencia afectuosa: «Ahí hay un hombre que dice ¡ay!».
      Chuchuruli escribía con su magnífica plumilla de cristal flamígero, sin borrones.
      Después, el maestro se sentó procurando que la raya del pantalón no se arrugase y, a dedo, sacó a Carrillo, el mayor de la clase; también a Zamora, siguiente en edad; y a mí por hablar con Fafalete que lo tenía de compañero de banca. En fila, ante su mesa, largó a Carrillo el libro de Países y Mares, después de leer en voz alta:
       —Por tierras de África. —Puntualizó—, sigue Carrillo. 

      Leía casi de seguido, sin apenas titubear, a pesar de la engorrosa letra de médico con la que estaba escrito el texto. Cuando me tocó leer, con titubeos, confundiendo la m con la n y la d con la t y con la barbilla temblando, conseguí leer:
       
    «España no ha dominado a Marruecos por espíritu de conquista, no ha procurado sólo afianzar su protectorado en beneficio de su comercio y de su industria únicamente. Le ha movido, por encima de todo interés, el cumplimiento de una elevada misión de cultura y progreso. A tal fin, ha creado nuevas escuelas, en las cuales se educan los niños marroquíes».  
      Cuando me senté, las piernas dejaron de tiritar y el maestro nos habló de nuestras posesiones en el norte de África y de sus gentes. Entre la lista que citó no nombró el islote de Perejil y tampoco aclaró por qué la gente de esta tierra —los moros—, era puerca, cobarde y traicionera, como se decía de ellos.
    Llamó a Fafalete para corregirle el dictado. Entretanto, los demás intentaríamos conseguir un premio con el dibujo que hiciéramos con los lápices Alpina. Fafalete tuvo que arrodillarse mientras don Alfredo corregía. Su plana estaba llena de borrones porque su plumilla de coronilla y humilde palillero derramaba tinta por doquier, cuando la mojaba en el tintero de plomo y con forma de sombrero cordobés. La plana no tenía buena presentación y éste era el castigo que correspondía. Observaba a Fafalete con el temor de que me llamara, pues mi plana también dejaba mucho que desear.
      El sentimiento que me embargaba era muy especial, no se parecía al de otras veces. Me invadía una paz y tranquilidad que molestaban y, para zafarme de ellas, miré tras la cristalera que separaba el aula de la calle. Los remolinos de hojas muertas que al cielo se elevaban tampoco eran los de otros días; eran especiales. Notaba la lividez en la cara y parecía que un espíritu escapado de algún cuerpo me poseyera o que se esfumara hacía el cielo junto con las hojas que revoloteaban. Pensé de nuevo en Fafalete, que aún seguía de rodillas, con el cuaderno en la mano, frente al maestro.
       Don Alfredo tomó con ambas manos el folio que, en otras ocasiones, se llenaba de manchurrones de aceite por causa de los mostachos, y lo levantó para que todos viéramos el bello prado de colores repleto de caba-llos pastando. En verdad me gustó, y aquel dibujo de Villena quedó prendido para siempre de la funda de papel que resguardaba del polvo a la apreciada radio de lámparas de don Alfredo.
       Cuando salimos de la escuela, Villena, con su cabellera rubia, su nariz aguileña y chispeándole los ojos verdes y saltones, nos dijo adiós y se alejó con su anímico premio, camino de casa. 
Fafalete me cogió del hombro, mientras caminábamos hacía la barbería de su padre. Mi estado de ánimo no era distinto del que anteriormente me poseyera; estaba preocupado y, para distraerme, le enseñé el plumín de cristal que Chuchuruli me había regalado momentos antes de salir de clase. Pero, inconscientemente, medía la cercanía a la barbería por la forma de transitar la gente y, cuanto más cerca estábamos de nuestro destino, más apurada era la marcha del gentío. En la puerta era ya un revuelo de gentes, voces y aspavientos. Entre el barullo, salió mi abuelo Eulogio con la cara pajiza y con intención de cortarnos el paso. Nos agarró de la muñeca con fuerza. Titubeando y arrastrándonos en dirección contraria a la barbería, nos habló:
       —¡Vamos para la casa, que hoy vamos a comer cocido de pavo!
       Pero a lo lejos una desafortunada voz exclamó:
       —¡El barbero se ha ahorcado!
    Fafalete, sin entender bien el significado de este horror presentido, quedó vacío, sin pensamiento y sin sangre en las venas; el tiempo cerró los ojos a su futuro, y la losa del pasado caería sobre su espalda como la pie-dra de Sísifo, y comenzó otra lucha inexorable por vivir, que nos hermanó en la tragedia.








1 comentario:

Romina Gil María BLOG. El desvan de Romina dijo...

¡Qué blog tan bonito, me encanta! Un abrazo. Romina